El día que aprendí a mentir

Acababas de abrir los ojos y ya sabía que me lo ibas a joder todo. Aún así te recibí con una sonrisa. Me habían preparado para tu llegada durante meses. Lo bonita que iba a ser nuestra amistad. La de cosas que íbamos a compartir. Lo bien que lo íbamos a pasar juntos. Y yo, la verdad, no sé lo que sentía exactamente, ¡era tan pequeña! Pero recuerdo perfectamente que no me encajaba nada esa exaltación de un cambio en una vida que para mí era perfecta.

Con esas exigencias, y a pesar de sentirme tan mal, te recibí con una pública sonrisa. Sintiendo, por dentro, que no era lo suficientemente buena para ellos; tan incapaz de compartir su felicidad. Y entre la necesidad de agradar y lo que de verdad necesitaba, explotando por dentro: ¿quién eres tú para quitarme la atención que me pertenecía?

Crecí con ese exabrupto interior. A tu lado. Y tú al mío. Midiéndonos cada día. Año tras año. Aprendiendo lo que es sonreír con rabia. Sin compartir más que la competición de la atención. Una competición que miraban con benevolencia papá y mámá, que nunca asistieron a esa violencia contenida de la infancia que se resume en un destrozar tu goma de borrar con un cutter.

Y nos hicimos mayores. No voy a decir que crecimos juntos, porque esa palabra, crecer, se ha envuelto de una positividad que no tiene que ver con lo que estamos hablando de nosotros. Digamos que estiramos más allá del metro setenta. Tú unos centímetros más, a pesar de los dos años de distancia que te llevaba. Para joderme, estoy segura. Creciste más que yo por provocarme, fijo.

Yo no sé si tú me odiabas como yo a ti. Supongo que sí. Porque de otra forma no puedo comprender ese afán por ningunear mi vida con tus sonrisas de nene bueno. Ni tu complacencia con papá y mamá, siempre tan buen hijo, siempre tan comprensivo y sonriente. Y yo tan rebelde y tan enfadada con la vida. Tan fuera de mi pequeño jodido mundo desde tan temprano, que también me revolví contra ellos, por consentirte y consertirlo.

Y ahora me miras desde esa cama, con esa expresión vacía, como si la cosa no fuese contigo. Con esa callada soberbia que siempre empleaste conmigo. Bueno, al menos hoy tienes la excusa de esos tubos que pueden conservar tu muerte de por vida. Y me das la oportunidad de que por una vez, una sola vez en estos treinta años, sonría de verdad ante las atenciones de ellos hacia ti.