Olvido

De pie, en la habitación de Julia, Laura escruta en silencio las fotografías cuidadosamente colocadas sobre un velador situado en un rincón.

Mira lo que parece una pareja de recién casados. La novia no va vestida de novia, pero lleva prendido en el pelo un ramillete de pequeñísimas flores blancas. Él luce un traje oscuro muy elegante, con un clavel en la solapa. “Rezuman tanta felicidad, y están tan jóvenes y sonrientes, que sólo pueden ser una pareja de recién casados”, concluye Laura.

Hay también imágenes de ellos en Roma, en París, en Lisboa… Esto debe ser Milán. Sí, parece la ópera de Milán. “Por los edificios no pasan los años, ¿verdad, Julia?”, verbaliza Laura en alto. Sin mirarla.

Julia canturrea una canción a poca distancia.

Entre la sucesión de viajes van figurando otras personas. Aquí un bebé. El primero. “¿Es un niño? Sí, es un niño. Míralo aquí con sus pantaloncitos cortos”, se responde Laura. De seguido otro bebé. Éste primorosamente ataviado con lacitos en la ropa.

Hay también muchos mayores con los niños. Y con los niños no tan niños en lo que parece la casa familiar. Una casa grande. Hay tartas de cumpleaños. Hay árboles de Navidad. Y mucho cava. Y juguetes esparcidos. Y luego hay también vacaciones en la playa. Y chapoteos en el río. Y hay muchos besos. Y risas.

“Ah, mira aquí la niña qué rubia, ya mayor. Y el niño tan moreno. No parecen hermanos. Qué guapos estáis aquí los cuatro. Bueno, es un decir. Tu marido muy guapo no era. Pero tú, ya a todo color… Los mismos ojos azules, el mismo pelo claro, el hoyuelo en la barbilla. No es muy común que las mujeres tengan ese rasgo, es más bien masculino. ¿No crees, Julia?”.

Julia sigue en su canción.

“Y en estas dos los niños graduándose. Primero él, con vosotros tan elegantes. Luego ella, contigo y la mujer mayor que aparece en otras fotos. ¿La abuela? ¿Tu madre?”, pregunta ya dirigiendo con soltura la vista a la persona sentada en la butaca con una manta sobre las piernas.

Sin esperar respuesta, Laura insiste en su escrutinio, y en la verbalización de sus pensamientos. “Estos deben ser tus nietos, los de tu hija. Y este el de tu hijo. Ah, mira, aquí sí estás con todos ellos”, dice, tropezando de nuevo en la retahíla de Julia.

Interrumpe la investigación otra enfermera, molesta por el descuido de Laura en su primer día de trabajo. “Hay otros pacientes más importantes a los que atender. Tienen visitas, y muy exigentes”, le advierte.

Por la noche, ya en el silencio de la residencia, Laura entra en la habitación de Julia cargada de nombres recuperados en conversaciones con sus compañeras. Y los va hilvanando con paciencia sobre las imágenes enmarcadas: Julia y Jorge, recién casados, apunta el primer título. Julia y Jorge en Roma. Julia y Jorge en París. Julia y Jorge en Lisboa. Julia y Jorge en Milán. Julia y Jorge con Rubén, su primer hijo. Julia, Jorge y Rubén con Ana, la niña. Julia y Rubén, con Alejandra, la abuela. Julia con Ana, Mario y Lucas, los primeros nietos. Julia con Rubén y Marcos, el último nieto.

“Para que no te olvides”, susurra Laura.

Julia insiste en su silencio. Ahora duerme.

Un acto de mala educación

Como todos los domingos, María se afana en adecentar su casa. Una semana que empieza. Nuevas esperanzas.

Comienza por su propia habitación, sólo por seguir el hilo de la casa. De la habitación más extrema de la puerta de salida a la puerta de salida. 

Es un trabajo rápido. Un armario cerrado con mucha ropa de moda que convive impunemente con otra tanta que lleva ahí mil años. No parece que ninguna se sienta incómoda con la otra y ella lo resuelve sin pensar. Pasa el paño por encima de las puertas, por las cómodas, por el cabecero de la cama que es su descanso diario y se marcha a la otra habitación sin contemplaciones. 

En la otra habitación empiezan las contemplaciones. Es un estudio plagado de libros. Repleto de historias. Y ese día de limpieza le da por pasar el trapo por el lomo de cada título. Quita el polvo a los que mezclaban filosofía barata con estilo literario, los primeros libros que devoró en la adolescencia. Sigue con muchas mezclas de estilos, de mensajes y de personajes que empezaron a conformar su propia historia. Y saca brillo a los que le enseñaron a interpretar en silencio. Los que le hicieron madurar.

La limpieza continúa en la siguiente habitación. La última antes de llegar a la cocina, tan cerca de la puerta de salida. Es un salón para compartir y no tiene más misterios que una extensa selección de música y una decoración estándar. Mientras aspira las migas que aparecen debajo de las fundas del sofá, piensa, que esto debería ser como una piedra en el zapato. Pequeñeces que se han ido colando ahí y que total basta con aspirar.

Sigue conformando en su cabeza su propia historia y con el proceso de limpieza en la ventana del salón. Un mirador tan grande que los cristales llegan hasta los pies. Nunca ha intentado limpiarlos de verdad, pero ese día se crece. Hay muchas sombras, muchas motas… se estira, no alcanza y se deja vencer por el vacío. Así, sin caer en la cuenta de que es día de fiesta nacional.

La certeza del verano

Creo firmemente que si a tantos nos gusta el verano es por la sensación de libertad que nos trae. Puntualmente. Año tras año. Para mí es dejar atrás con total impunidad el atasco infernal de cada mañana en la M-30. El vistazo de soslayo a los coches de al lado, que no reparan en mi mirarme en el retrovisor las ojeras de recién levantada. Y en la nueva arruga que descubro de vez en cuando. El sobresalto de las sirenas de ambulancias. De las sirenas de policía. De las sirenas de bomberos. La ojeada al reloj y el consabido: llego tarde. Las respuestas ágiles a los mensajes de WhatsApp de mis amigas: “Buenos días, lindas”. Y la nube o el sol de rigor. Según el tiempo. El recuerdo de la película vista por la noche. Si es que ha dejado algún poso. Y el apunte en la cabeza: el amigo que le traicionó quiere acabar con él porque es la prueba de su mentira. Buen tema para un relato. Y de seguido el repensar el día por delante: ¿Tengo hoy alguna entrevista pendiente? Y así es siempre sea lunes, martes, miércoles, jueves… hasta ese grito reiterativo, ¡Ya es viernes!, con la complicidad de Ángel Carmona en la radio. Y otro pensamiento: por fin algo de relax. 

Ese relax lo trae a espuertas el verano. O más que relax es una auténtica calma chicha que comienza con el placer de abrir el ojo por la mañana y volverlo a cerrar. En el duerme vela que es el principiar de un día de verano siempre llega un momento en que con los ojos perezosos aguzo el oído para detectar si A. se ha despertado ya. Ahí acaban todas las obligaciones.

Como esos veranos son siempre al lado del mar, y yo soy mediterránea de nacimiento y de corazón, en esos días siempre duermo de más. Y la mayor de las veces me levanto con el olor del pan tostado y del café recién hecho. Y de las piezas de fruta que A. ha repartido generosamente sobre un plato y que no huelen pero que alegran la mañana con solo ver esas combinaciones del rojo sobre blanco que pintan los pedacitos de sandía, de fresa, de melón y de plátano. Y todo ello acompañado por esa generosa sonrisa que siempre tiene ella para darte los buenos días. 

En ese desperezarse desayunando sólo hay momentos para pensar en qué hemos soñado. Si es que hemos soñado. O si es que hemos soñado y lo recordamos. Y las risas para celebrar nuestras mentes tan locas. 

Aunque sea verano, también hemos establecido alguna rutina. El momento bici de después de desayunar y el siluetear la costa con el azul añil a un lado y el marrón seco del otro. En esos ratos mi cabeza inquieta no da más que para centrarme en el subir la cuesta, la paz del sol sobre los hombros, sobre las piernas, sobre la cara… y la merecida cerveza del después. 

Como todos esos momentos son exactamente iguales cada año, yo he aprendido a recordar cada verano por el libro que he leído. Y las noticias que hemos compartido. 

Verano de 2014. Mi descubrimiento de Banville. Compré El intocable en una librería de Benicàssim porque esa vez, raro en mí, no había incluido en la maleta ningún libro. El intocable hizo de esas tardes de verano tirada en la arena junto a A. un año muy especial. A cada rato le iba contando a ella cuánto iba disfrutando del argumento y de la prosa. Tan rica. Y eso daba pie para hablar sobre la mentira que es la sociedad. Los ricos viven sus placeres a saco incluso en tiempos de guerra.  

El relato del hombre repudiado por la gente de bien por su pasado de espía comunista se alternaba entonces, todavía, con las hojas del papel de periódico, comprado en un quiosco del pueblo. A. ya leía en su pantalla, pero afortunadamente se llevó un libro de Carver, De qué hablamos cuando hablamos de amor, un muy digno sustituto de Banville para no repisar la librería. 

Verano de 2015. Ahí fui previsora y tiré de un clásico para mí: Philip Roth. En este caso su Teatro de Sabath. La bella A. no lo había leído y no parece que ni hoy le apetezca, aunque ya entonces me había recomendado Patrimonio. El titiritero descerebrado que tanto me hace reír a mí -divina la masturbación sobre la tumba de la amante y la persecución del hijo- no atrae a mi niña de Ciudadanos.

Verano de 2016. Otro momentazo. Vida y época de Michael K. Aunque no fue un descubrimiento del autor –ya había disfrutado mucho Desgracia–, esta historia de la búsqueda de la felicidad de Michael K. me dejó muy trastocada por mucho tiempo. Y dio pie a buenas sobreplayas con A. Sobre la noria que es la vida y lo afortunadas que somos porque a nosotras nos subió en el lugar indicado. Con caballitos que te elevan y te dejan caer, sí, pero con música en las caídas. Y con la seguridad de que siempre nos espera otra subida. 

Verano de 2017. Pamuk y su Me llamo Rojo. Cuánto disfrutó A. con mis explicaciones sobre la exquisitez de tanto detalle. Los personajes que son colores. ¿Se puede ser más original? Y mi felicidad por apreciar tanto una novela negra. Un género que nunca se me ha dado muy bien. Ese libro dio pie para hablar de la cárcel que es la religión, de lo que nos puede alimentar el arte –cuando estamos tan sobrealimentados–, del amor romántico, que siempre ocupa tanto espacio en nuestras conversaciones, por la falta de él. También trajo el júbilo de leer el horóscopo: “Atenta, niña, que este año mira todo lo bueno que te viene”, me decía, siempre tan risueña. Y yo la miraba y me reía, con la certeza de que no sabemos qué nos trae cada año, salvo que siempre trae otro verano.  

¿Por delante o por detrás?

Un viernes noche de caluroso verano Juan se siente libre por primera vez en mucho tiempo. Estoy de Rodríguez, coño, se dice, mientras crea un grupo en WhatsApp con sus dos únicos amigos solteros. “Tíos, ¿qué hacéis? Estoy solo en Madrid y tengo ganas de quemar la noche”.

Casualmente Pedro y Rafa acaban de empezar con las cañas. Responden al poco, tras un leve cruce de miradas de risueña sorpresa: “Estamos en La Ardosa, empezando el lío. Vente”. Joder, el tiempo que hace que no voy por ahí, piensa Juan, mientras escribe con un estoy de suerte en la cabeza: “Lo que tarde en llegar”.

Casi exactamente una hora después, Juan entra exultante en el bar arrebujado de algunos grupos de tíos solos, uno o dos de tías solas y una predominante amalgama de faldas, pantalones y acentos inesperados para estos castizos barrios del centro de Madrid.

“Mira a ese pedazo de rubia”, le espeta Rafa al recién llegado, sin mediar más palabras que un “déjame que te vea, coño, cuánto tiempo” y un exceso de golpes en la espalda, tan necesarios, en cualquier momento memorable de tíos.

Juan sigue solícito la mirada divertida del amigo. Y se ve de frente a una rubia natural de metro ochenta, piel traslúcida, labios de fresa sin pintar y un vestido inocentemente ceñido en unos pechos sin explotar. Pasea su mirada con levedad en el excitante conjunto de arriba y acaba recreándose en la fantasía de unos volantes de tul blanco y el principiar de unas piernas lisas interminables, inmaculadamente coronadas con unas medias claras, color piel melocotón, con botas negras sin tacones.

La niña-guiri le mira con sarcasmo de mujer y se da la vuelta. Juan apenas acierta a pronunciar un “sí que está buena, coño” a sus amigos, ya sintiéndose totalmente integrado en ese ritmo de codazos, miradas reincidentes al grupo de la rubia y preguntas improvisadas entre ellos que no esperan respuesta. Su cerebro ya irremediablemente focalizado en la adivinación de lo que esconden los volantes claros.

Entre caña y caña, en un sitio como La Ardosa, sin más música de fondo que el exceso de personas dejándose llevar por el compás del comer, el beber y un tragar sin masticar, Pedro, Rafa y Juan se integran en la mesa de al lado. Juan se las apaña para situarse junto a las piernas interminables con las que intercambia un frenesí de sonrisas y ligeras caídas de ojos. Y unos excitantes roces de labios contra oreja en un disimulo de hablar.

El pavoneo se alarga varias horas, tras las que un Juan decidido anuncia a Pedro y Rafa que se marcha con la chica.

Al poco de pisar la calle los labios fresa le borran la sonrisa de triunfo. Unas manos de dedos largos y fuertes le aprietan la entrepierna. La rubia-niña se hace mujer en un jadeo de palabras que Juan no acierta a comprender. ¡Qué desperdicio de colegio de niño bien!, pensaría cualquiera. Él ya no da para pensar.

En una interminable sucesión de esquinas llegan al hotel de la rubia. Suben impacientes las escaleras y sin esperar la cama la niña le baja los pantalones. La mujer le come la polla contra la pared. A Juan se le olvida la ilusión del tul y de lo que hay entre las piernas. Está muy cachondo.

De repente la boca-fresa-natural le da una pausa en el placer. Las piernas se están desnudando. Juan apenas se atreve a mirar pero no se puede resistir. Entre las medias melocotón ribeteadas por el volante blanco atisba una polla más dura que la suya. Pero lejos de asustarse, se crece. Por primera vez en la noche quiere tomar la iniciativa. Está abnegado. Coge a la guiri por los hombros y la empotra contra la pared. Ya puestos…, piensa.

Sarah resuelve la postura a su antojo y le dice segura al oído: “Soy donante. No me gusta que me den”.

Un trastero muy concurrido

Un martes al regresar del trabajo, Manuel, uno de los porteros de mi casa me grita:  María, hay un paquete para ti. Me detengo en seco, arqueo las cejas y me digo, “qué demonios, si no he comprado ningún libro”. Espero amable frente al cristal de la portería la caja sorpresa y ya en mis manos veo que el remitente es mi ex marido. “El paquete es grande. Promete. Pero pesa muy poco”, pienso. En un duelo de protagonismo entre el arqueo de las cejas y el rigor mortis de mi sonrisa le arranco a mi garganta un amable gracias. A estas alturas de mi historia no es cuestión de meter al portero entre mi ex y yo.

¿Qué será?, pregunta mi cabeza en ese espacio temporal del ascensor hacia el sexto piso, el último, refugiada en el largo subir las plantas. “Calculo que tiene unos setenta centímetros de largo y unos cincuenta de alto. Un paquete así debería pesar más”, apunta mi lado racional. “Sin duda un diamante no es”, me dice mi lado socarrón. “¿Se ha arrepentido de las falsas promesas? ¿De las mentiras? ¿O se acuerda ahora después de ocho años de los buenos momentos y quiere volver?”, piensa mi estúpido punto romántico -Dios sabrá cómo da señales hoy tratándose de quien es y con todos sus antecedentes-.

El ascensor se detiene sin interrupciones en la sexta planta. “Hemos llegado”, coincidimos todos en mi cabeza. Doy un salto hasta la puerta de mi casa, dos vueltas a la llave y me lanzo a buscar unas tijeras para romper ese precinto que guarda todas las respuestas. Dentro de la caja de cartón aparece ante mis ojos otra caja, ésta con forma de corazón y fabricada con algo que parece latón. “Si no fuese por la diferencia de formato y de textura pensaría que estoy jugando a las matrioskas”, dice mi lado irónico, que calla, prudente, al escuchar la entrada de un mensaje de WhatsApp.

Es de Nieves, la hermana de mi ex -con la mantengo algunas confidencias y muchos sentimientos en lo que se refiere a él; estos hermanos realmente se odian-. El mensaje dice textualmente: “Hola María, le he dicho a mi hermano que te envíe las cenizas de mi madre para que yo pueda recogerlas cuando vaya a tu casa dentro de un mes. Iré a esparcirlas en el mar con mi tía, donde las de mi padre. Guárdalas, por favor, en tu trastero, hasta que vaya”.

Con las cejas relajadas y la cabeza despejada vuelvo a poner a la falsa matrioska en su sitio. Retomo el ascensor y bajo al trastero en compañía de un demonio cabrón que se ríe de mí a carcajadas en mi mente. Ya en el trastero reparo en las cajas que todavía conserva Nieves ahí, de cuando hizo la mudanza a Inglaterra tras la muerte de su padre.

“Si la memoria no me falla”, me digo, “entre estas cosas todavía quedan algunas cenizas de Jaime” -mi ex suegro- “en una lata de cerveza en la que la hoy presente en el corazón de latón quiso conmemorar la afición por esa bebida de su marido”.

Me sonrío pensando en el cementerio improvisado en mi trastero, en el que ni sus hijos seguramente han reparado, y escucho cómo mi lado irónico le dice al demonio de marras: “Esto se merece un brindis por el único verdadero amor que hemos conocido, aunque sólo queden ya de él unas cenizas”.

Frankenstein

Julia sale de la Filmoteca conmovida por esa historia que había visto ya de niña. Tantas veces. Con sus hermanos.

En el camino a casa le vienen recuerdos de sus terrores nocturnos, a dos metros de la habitación de sus padres. Se sonríe ahora pensando que entonces podía solucionar esa angustia que despierta la oscuridad trayendo a monstruos imaginarios -pero tan reales en la infancia- con un cubrirse la cabeza.

Se sonríe de nuevo rememorando los juegos inocentes con sus hermanos. Cuando se quedaban solos en casa y se cobijaban en las faldas de la mesa por protegerse de esas amenazas desconocidas de las que les hablaban los mayores. Recuerda que, entonces, salir de ese cobijo expulsado por las manos de cualquiera del grupo era el mayor terror que uno podía concebir. Pero detrás de ese sentirse fuera del círculo protector también estaban las risas explosivas, por la facilidad de volver al puñado apretujado y seguro entre las patas de una mesa camilla. Con los tuyos.

Interrumpen sus reflexiones sobre la infancia traída por el monstruo-víctima una voz en alto dirigida a ella: “Ven tú pa´aquí mamita que tengo yo un sofá muy lindo para compartir contigo”.

No se atreve a mirar a quien lo dice. Es consciente de que está en una plaza vacía, de madrugada, y sola, y que la voz tiene mucha compañía. La sonrisa se muda en rictus y el corazón hace músculo por su cuenta.

Mira el suelo y aprieta el paso. Mira el suelo con la misma concentración que ponía en el subir la sábana hasta el cuello. Y en el volver a la falda de la mesa.

Y también, como entonces, la protección funciona. Aunque este saberse a salvo se hace mucho más de rogar. Las calles tienen más oscuridad, más silencio y más metros que cualquier habitación de una familia de clase media. Por numerosa que sea.

 

 

Las imágenes son para adorarlas

Un comienzo de los que marcan. De esos en los que hay risas en las miradas y mil expectativas en el aire. En los que al trapicheo de gustos compartidos les sucede en la cabeza un ¡Te encontré! Así tan alegremente retratamos a veces al otro sin dejarle ni pestañear. ¿Quién es él para opinar?

En el coincidir de desayunos, comidas, cenas y camas la imagen empieza a temblar. Y el otro se empeña en hacerse más evidente. Y por centrarnos en la foto fija que nos hicimos de él sin pedirle cuentas vamos perdiendo la capacidad de apreciar a la persona a la que, para colmo, pedimos mil explicaciones. Y con tanta confusión de personalidades entre la que tú quisiste que fuese, la que realmente es, la que tú eres y la que él pensó de ti y no se cumplió lo mandamos todo al carajo. Tan alegremente como nos aceptamos al principio.

Con el tiempo uno de los dos (o quizás los dos) miran las fotos de los momentos compartidos. Y empiezan a ver a la persona. Como quien escribe es mujer y no sabe qué le pasa a los hombres por la cabeza (y mucho menos a las imágenes que nos hacemos de ellos) pongo aquí lo que piensa ella: me gusta casi todo de él, pero es que esto… Es tan, tan guapo en todo menos… Y además en esto me recuerda a… y yo dije que nunca más alguien así.

En la sucesión de los días y los meses ya es todo echar de menos, mirarle en ese chivato que es la carpeta de momentos felices del móvil, pensarle, como persona, y querer estar ahí de nuevo. Escuchándole sin interferencias. Y quitando hierro a lo que hacía temblar la imagen perfecta. Pero ya no está.

Quizás comprendió que no puede estar a la altura de ese ideal que me hice de su persona. Quizás él también llora una imagen que no se le cumplió. O quizás es que ahora sí es consciente de que nos hemos convertido en imagen, en esa única foto fija que nunca nos contradice que es la de los buenos recuerdos. ¡Y da tanta pena estropearla!

Por el puto diez por ciento

Un domingo cualquiera, una mujer cualquiera con cualquier hombre.

Se encuentran por cualquier circunstancia en un momento en el que hay cero por ciento de palabras dichas, pero si ha surgido una historia como para escribirla es porque se han despertado mil sensaciones y mil expectativas.

De repente y sin saber por qué se impone una necesidad de agradar y de ir sumando porcentajes, así tan alegremente y a ciegas se sellan los primeros momentos de cualquier relación de esas que abrazamos y confundimos con el amor. Sólo porque hemos sentido un “quiero más de ti”.

Un quiero más de ti que es un conocerse, respetarse y aceptarse en los desencuentros. Como aceptamos a los buenos amigos. Pero en el amor esa aceptación es un quiero más encuentros con coincidencias. Y así no funciona la cosa.

Por esa necesidad de coincidencias uno pide y el otro cede. Total un diez por ciento, piensa quien exige. Total, por un diez por ciento, se dice, quien cede.

Y sin saber cómo, ese diez por ciento suma un veinte, un treinta, un cuarenta, un cincuenta, un sesenta, un setenta, un ochenta y un noventa. Y llegados aquí todo estalla. No se sabe bien por qué, pero el cediente dice basta.

El que pide no lo entiende. Si todo había sido tan fácil hasta aquí. El que cedió siente que por qué ahora ya no. Y se fustiga. Y se culpa. No lleva la cuenta.

Sólo tiene una frase en su cabeza: ¿Yo te gusto?

Hasta ahora sí, -dice el exigente-.

Tú siempre me has gustado -dice el cediente-. Sabía que había solo un puto diez por ciento de cosas en común. Y tenía ganas de aprenderlas -dicho esto se sienta en el camino a reflexionar cómo llegó allí. Sólo alcanza a ver al exigente marchándose aprisa. Hasta que se difumina su figura y ya todo es camino-.

Mi pozo apacible

Tengo un apacible pozo que me protege cuando me duele la vida. Es un espacio sin horizontes, pero también sin medidas que me opriman porque nunca exige nada a cambio.

Un refugio que detiene el resto del mundo que no me gusta. Y que me deja ser a mi antojo.

Si tuviera que hacerle un reproche, sólo le diría que es un espacio en exceso complaciente, porque en él sólo estamos nosotros. Y en ese nosotros yo pregunto y él siempre calla y escucha sin inmutarse ante la contradicción de los diferentes puntos de vista que me suceden.

Ese yo y ese espacio que es refugio y escucha hemos formalizado un pacto no hablado por el que dejamos que algunos días y por breves momentos, algún alguien perturbe esa paz. Porque los dos sabemos que son personas que no podemos detener.

A veces nos asusta pensar que llegue un día en el que tengamos que romper ese pacto de refugio y preguntas sin respuestas, si un tercero que esperamos y negamos al mismo tiempo, nos aleja. Sin lógica alguna. Pero es un miedo controlado, porque los dos sabemos que siempre volveremos a buscarnos, aunque sea a menos ratos. Así de fuerte es ese pacto no hablado ni escrito.

Si ni él ni yo hemos puesto reglas, es porque los dos nos conocemos bien. Mi pozo sabe que no puede refugiarme si llueve fuerte. O si lloro en exceso. Porque el caudal de tanta corriente me impulsaría fuera de él. Sabe también, porque me conoce, que no podría quedarme habitando complacientemente en un cubículo tan estrecho y sin perspectivas, salvo a ratos.

Por eso a veces me pone escaleras para que salga a la vida. Y las retira alegremente cuando comprende que necesito su refugio. Sabe que nada ni nadie puede sustituirle. Porque siempre hemos estado juntos. Desde que tengo conciencia de la vida. Quizás porque me consiente. Quizás porque no pide nada. Quizás porque cuando estamos juntos es cuando realmente somos. Él refugio y yo persona. Él sin preguntar y yo hablando. Quizás es así como se forjan las únicas relaciones que perduran.

Puentes

Aprendí la importancia de los puentes en una guerra que no era la mía. Una crónica de la guerra entre hermanos. Una guerra civil que retrató divinamente en una crónica hecha novela como es Territorio comanche un periodista al que después no he sentido la necesidad de seguir. Porque creo, presupongo, sin contrastar la idea, que ahí puso lo mejor del oficio de periodista-escritor. Y como escritor me atrae bien poco.

En esa divina crónica de guerra que escribió Pérez Reverte en el 94 contaba la obsesión por grabar la voladura de un puente. No la imagen de las víctimas o las casas en ruinas que dejan de ser hogar y gente a la deriva o que ya no tienen a quien acoger. Los puentes hechos pedazos. Como metáfora de vencer. Rotos los puentes no hay camino.

Años después una amiga me dijo que yo siempre tendía puentes. Pero eso no le impidió dinamitarlos de golpe sin venir a cuento. Supongo que necesitaba fuegos artificiales ese día. Sin más.

Por recomponer el puente respondí a su exabrupto: “Ya lo hablaremos, que no es el momento”. Y como respuesta, más dinamita porque sí.

Tiempo más tarde mi amiga necesitaba cruzar un río y buscó un puente que no se había reconstruido. Y encontró piedras. A veces somos capaces de convertirnos en piedra, por sujetar la fuerza de la corriente. Y hasta lo conseguimos.

Estos días pienso en otros puentes que he tendido. Y que han dinamitado con el silencio. Sin tracas ni aspavientos. Y el resultado es el mismo. El no camino.

Sé que volveré a tender puentes. En nuevas guerras, con personas nuevas o viejas que buscan lo que hay al cruzar el puente y no un atajo para sortear la fuerza del agua que es a veces su vida.

Sé también que el puente se hará pedazos muchas veces. Y que volveré a ser piedra por no romperme. Y por permanecer, para quien tenga ganas de recomponer lo que voló sin pensar. Y pisar sobre seguro.