La certeza del verano

Creo firmemente que si a tantos nos gusta el verano es por la sensación de libertad que nos trae. Puntualmente. Año tras año. Para mí es dejar atrás con total impunidad el atasco infernal de cada mañana en la M-30. El vistazo de soslayo a los coches de al lado, que no reparan en mi mirarme en el retrovisor las ojeras de recién levantada. Y en la nueva arruga que descubro de vez en cuando. El sobresalto de las sirenas de ambulancias. De las sirenas de policía. De las sirenas de bomberos. La ojeada al reloj y el consabido: llego tarde. Las respuestas ágiles a los mensajes de WhatsApp de mis amigas: “Buenos días, lindas”. Y la nube o el sol de rigor. Según el tiempo. El recuerdo de la película vista por la noche. Si es que ha dejado algún poso. Y el apunte en la cabeza: el amigo que le traicionó quiere acabar con él porque es la prueba de su mentira. Buen tema para un relato. Y de seguido el repensar el día por delante: ¿Tengo hoy alguna entrevista pendiente? Y así es siempre sea lunes, martes, miércoles, jueves… hasta ese grito reiterativo, ¡Ya es viernes!, con la complicidad de Ángel Carmona en la radio. Y otro pensamiento: por fin algo de relax. 

Ese relax lo trae a espuertas el verano. O más que relax es una auténtica calma chicha que comienza con el placer de abrir el ojo por la mañana y volverlo a cerrar. En el duerme vela que es el principiar de un día de verano siempre llega un momento en que con los ojos perezosos aguzo el oído para detectar si A. se ha despertado ya. Ahí acaban todas las obligaciones.

Como esos veranos son siempre al lado del mar, y yo soy mediterránea de nacimiento y de corazón, en esos días siempre duermo de más. Y la mayor de las veces me levanto con el olor del pan tostado y del café recién hecho. Y de las piezas de fruta que A. ha repartido generosamente sobre un plato y que no huelen pero que alegran la mañana con solo ver esas combinaciones del rojo sobre blanco que pintan los pedacitos de sandía, de fresa, de melón y de plátano. Y todo ello acompañado por esa generosa sonrisa que siempre tiene ella para darte los buenos días. 

En ese desperezarse desayunando sólo hay momentos para pensar en qué hemos soñado. Si es que hemos soñado. O si es que hemos soñado y lo recordamos. Y las risas para celebrar nuestras mentes tan locas. 

Aunque sea verano, también hemos establecido alguna rutina. El momento bici de después de desayunar y el siluetear la costa con el azul añil a un lado y el marrón seco del otro. En esos ratos mi cabeza inquieta no da más que para centrarme en el subir la cuesta, la paz del sol sobre los hombros, sobre las piernas, sobre la cara… y la merecida cerveza del después. 

Como todos esos momentos son exactamente iguales cada año, yo he aprendido a recordar cada verano por el libro que he leído. Y las noticias que hemos compartido. 

Verano de 2014. Mi descubrimiento de Banville. Compré El intocable en una librería de Benicàssim porque esa vez, raro en mí, no había incluido en la maleta ningún libro. El intocable hizo de esas tardes de verano tirada en la arena junto a A. un año muy especial. A cada rato le iba contando a ella cuánto iba disfrutando del argumento y de la prosa. Tan rica. Y eso daba pie para hablar sobre la mentira que es la sociedad. Los ricos viven sus placeres a saco incluso en tiempos de guerra.  

El relato del hombre repudiado por la gente de bien por su pasado de espía comunista se alternaba entonces, todavía, con las hojas del papel de periódico, comprado en un quiosco del pueblo. A. ya leía en su pantalla, pero afortunadamente se llevó un libro de Carver, De qué hablamos cuando hablamos de amor, un muy digno sustituto de Banville para no repisar la librería. 

Verano de 2015. Ahí fui previsora y tiré de un clásico para mí: Philip Roth. En este caso su Teatro de Sabath. La bella A. no lo había leído y no parece que ni hoy le apetezca, aunque ya entonces me había recomendado Patrimonio. El titiritero descerebrado que tanto me hace reír a mí -divina la masturbación sobre la tumba de la amante y la persecución del hijo- no atrae a mi niña de Ciudadanos.

Verano de 2016. Otro momentazo. Vida y época de Michael K. Aunque no fue un descubrimiento del autor –ya había disfrutado mucho Desgracia–, esta historia de la búsqueda de la felicidad de Michael K. me dejó muy trastocada por mucho tiempo. Y dio pie a buenas sobreplayas con A. Sobre la noria que es la vida y lo afortunadas que somos porque a nosotras nos subió en el lugar indicado. Con caballitos que te elevan y te dejan caer, sí, pero con música en las caídas. Y con la seguridad de que siempre nos espera otra subida. 

Verano de 2017. Pamuk y su Me llamo Rojo. Cuánto disfrutó A. con mis explicaciones sobre la exquisitez de tanto detalle. Los personajes que son colores. ¿Se puede ser más original? Y mi felicidad por apreciar tanto una novela negra. Un género que nunca se me ha dado muy bien. Ese libro dio pie para hablar de la cárcel que es la religión, de lo que nos puede alimentar el arte –cuando estamos tan sobrealimentados–, del amor romántico, que siempre ocupa tanto espacio en nuestras conversaciones, por la falta de él. También trajo el júbilo de leer el horóscopo: “Atenta, niña, que este año mira todo lo bueno que te viene”, me decía, siempre tan risueña. Y yo la miraba y me reía, con la certeza de que no sabemos qué nos trae cada año, salvo que siempre trae otro verano.  

Un trastero muy concurrido

Un martes al regresar del trabajo, Manuel, uno de los porteros de mi casa me grita:  María, hay un paquete para ti. Me detengo en seco, arqueo las cejas y me digo, “qué demonios, si no he comprado ningún libro”. Espero amable frente al cristal de la portería la caja sorpresa y ya en mis manos veo que el remitente es mi ex marido. “El paquete es grande. Promete. Pero pesa muy poco”, pienso. En un duelo de protagonismo entre el arqueo de las cejas y el rigor mortis de mi sonrisa le arranco a mi garganta un amable gracias. A estas alturas de mi historia no es cuestión de meter al portero entre mi ex y yo.

¿Qué será?, pregunta mi cabeza en ese espacio temporal del ascensor hacia el sexto piso, el último, refugiada en el largo subir las plantas. “Calculo que tiene unos setenta centímetros de largo y unos cincuenta de alto. Un paquete así debería pesar más”, apunta mi lado racional. “Sin duda un diamante no es”, me dice mi lado socarrón. “¿Se ha arrepentido de las falsas promesas? ¿De las mentiras? ¿O se acuerda ahora después de ocho años de los buenos momentos y quiere volver?”, piensa mi estúpido punto romántico -Dios sabrá cómo da señales hoy tratándose de quien es y con todos sus antecedentes-.

El ascensor se detiene sin interrupciones en la sexta planta. “Hemos llegado”, coincidimos todos en mi cabeza. Doy un salto hasta la puerta de mi casa, dos vueltas a la llave y me lanzo a buscar unas tijeras para romper ese precinto que guarda todas las respuestas. Dentro de la caja de cartón aparece ante mis ojos otra caja, ésta con forma de corazón y fabricada con algo que parece latón. “Si no fuese por la diferencia de formato y de textura pensaría que estoy jugando a las matrioskas”, dice mi lado irónico, que calla, prudente, al escuchar la entrada de un mensaje de WhatsApp.

Es de Nieves, la hermana de mi ex -con la mantengo algunas confidencias y muchos sentimientos en lo que se refiere a él; estos hermanos realmente se odian-. El mensaje dice textualmente: “Hola María, le he dicho a mi hermano que te envíe las cenizas de mi madre para que yo pueda recogerlas cuando vaya a tu casa dentro de un mes. Iré a esparcirlas en el mar con mi tía, donde las de mi padre. Guárdalas, por favor, en tu trastero, hasta que vaya”.

Con las cejas relajadas y la cabeza despejada vuelvo a poner a la falsa matrioska en su sitio. Retomo el ascensor y bajo al trastero en compañía de un demonio cabrón que se ríe de mí a carcajadas en mi mente. Ya en el trastero reparo en las cajas que todavía conserva Nieves ahí, de cuando hizo la mudanza a Inglaterra tras la muerte de su padre.

“Si la memoria no me falla”, me digo, “entre estas cosas todavía quedan algunas cenizas de Jaime” -mi ex suegro- “en una lata de cerveza en la que la hoy presente en el corazón de latón quiso conmemorar la afición por esa bebida de su marido”.

Me sonrío pensando en el cementerio improvisado en mi trastero, en el que ni sus hijos seguramente han reparado, y escucho cómo mi lado irónico le dice al demonio de marras: “Esto se merece un brindis por el único verdadero amor que hemos conocido, aunque sólo queden ya de él unas cenizas”.

Por el puto diez por ciento

Un domingo cualquiera, una mujer cualquiera con cualquier hombre.

Se encuentran por cualquier circunstancia en un momento en el que hay cero por ciento de palabras dichas, pero si ha surgido una historia como para escribirla es porque se han despertado mil sensaciones y mil expectativas.

De repente y sin saber por qué se impone una necesidad de agradar y de ir sumando porcentajes, así tan alegremente y a ciegas se sellan los primeros momentos de cualquier relación de esas que abrazamos y confundimos con el amor. Sólo porque hemos sentido un “quiero más de ti”.

Un quiero más de ti que es un conocerse, respetarse y aceptarse en los desencuentros. Como aceptamos a los buenos amigos. Pero en el amor esa aceptación es un quiero más encuentros con coincidencias. Y así no funciona la cosa.

Por esa necesidad de coincidencias uno pide y el otro cede. Total un diez por ciento, piensa quien exige. Total, por un diez por ciento, se dice, quien cede.

Y sin saber cómo, ese diez por ciento suma un veinte, un treinta, un cuarenta, un cincuenta, un sesenta, un setenta, un ochenta y un noventa. Y llegados aquí todo estalla. No se sabe bien por qué, pero el cediente dice basta.

El que pide no lo entiende. Si todo había sido tan fácil hasta aquí. El que cedió siente que por qué ahora ya no. Y se fustiga. Y se culpa. No lleva la cuenta.

Sólo tiene una frase en su cabeza: ¿Yo te gusto?

Hasta ahora sí, -dice el exigente-.

Tú siempre me has gustado -dice el cediente-. Sabía que había solo un puto diez por ciento de cosas en común. Y tenía ganas de aprenderlas -dicho esto se sienta en el camino a reflexionar cómo llegó allí. Sólo alcanza a ver al exigente marchándose aprisa. Hasta que se difumina su figura y ya todo es camino-.

Los extraños éramos los otros

Te había visto ya antes. Estoy segura. Porque tu físico no es algo que se olvide fácilmente. Pero no te presté tanta atención como el otro día, en Malasaña.

Me fijé primero en tus piernas. Piernas y culo de mujer, que tan bien marcaban tus leggins. De espaldas, una mujer con cuerpazo.

Estabas delante de mí. A la espera del concierto. Yo sentada en el suelo, con una amiga. Y tú de pie. Por eso podía apreciar tan bien tu culo y tus piernas.

Mi amiga y yo hablamos con alguien que parecía que iba contigo. Acariciamos a su perra, tan hermosa. Una perra grande, de pelo negro y brillante. Una perra mimada.

Los dos teníais un aspecto raro. Por eso nos fijamos (sí mi amiga también) en vosotros. De los tres, si es que érais tres, y no tú sola, la más “normal” era la perra.

Sin remedio pensé que ser alguien como tú era una gran putada en la vida. Tan andrógina. Tan rara. Tan diferente. Y que estabas condenada a la soledad.

Cuando empezó el concierto, mi amiga me dijo: mira, está cantando el dueño de la perra. Mira cómo le mira, tan atenta. Qué bonita. Qué lista.

De repente tu extraño acompañante era el protagonista de la fiesta. De las fiestas de Malasaña. Mientras tú cuidabas a su perra. “Sí, parece que son pareja. Dos soledades que se juntan”, me dije. Pensé.

Tu acompañante volvió a tu lado al acabar su canción. Sólo era un artista invitado por el grupo. Pero artista al fin y al cabo. Cantaba bien.

Con la música me distraje ya de ti, de vosotros, y me dejé llevar por la buena onda del espacio compartido en la plaza. Hasta que de repente el grupo dijo que iba a cantar una canción dedicada a la amistad. Y que si teníamos un amigo, de verdad, cerca, lo abrazásemos.

De las filas de atrás se lanzó impulsiva una chica guapa, divertida y alegre. Y os acaparó en un efusivo abrazo a tu indeterminada pareja y a ti. Y cantasteis los tres juntos, locamente, celebrando la amistad.

No, no estabas tan sola ni eras tan extraña. Supongo que quienes te conocen ni se plantean ya si eres hombre o mujer. Simplemente eres persona y tu nombre, el que hayas escogido, elimina la duda.

Quizás los extraños somos los otros. Los que no hemos tenido que elegir quiénes somos y qué queremos de verdad. Y seguimos esforzándonos por encajar en este puzzle que es la sociedad y en el que, en realidad, todos somos piezas sueltas. Y sólo encajamos por casualidad. 

De bruces con la muerte

Nunca una mujer se arregla pensando que va a morir. Tampoco lo hizo Marta aquella noche. Como tantas otras de fiesta con amigas al momento de salir le precedió ese ritual de faldas, camisetas y carmín compartidos que es siempre el preámbulo de una noche sin límites. Otra feliz búsqueda de la vida en el ocaso del día.

Cinco horas antes de la muerte, en la vida de Marta todo eran risas tontas, como lo es cualquier risa sin motivos. De esas que te sacuden el cuerpo de arriba abajo y que no se explican ni justifican más que por la alegría contagiosa del propio reír. Una explosión de vida que aprieta el estómago hasta dolernos físicamente -qué desencuentros pueden llegar a tener el cuerpo humano y el cerebro- cuando nos sentimos en extremo felices, de tan libres.

Que Marta y sus amigas se viesen tan felizmente libres en ese momento lo justifican el lugar -un destino de vacaciones-, el buen rollito de la amistad sin exigencias y, en el caso de Marta, el saberse lejos de un amor que le había agriado los últimos meses de su vida. Y que estaba dispuesta a sepultar al menos por unas horas. No pedía más. Y curiosamente puesto el propósito la vida puso todo lo demás.

Marta secundaba con alegría la jocosa comedia de las chicas antes de salir a matar y se recreaba mirándose de soslayo en el espejo con la mini de Eva, la camiseta transparente de Ana y el eco del “estás preciosa” de todas al unísono. Con ese acompañamiento de palabras sinceras apretó el repiqueteo de los tacones sobre el suelo en esa pequeña distancia que separaba la habitación de vestirse juntas al salón, dispuesta a transformarlo todo en instantes de diversión. Y no pensar.

Antes de salir todas convinieron en tomarse un chupito de vodka. Más por apurar el momento de ellas a solas cantando algo que, seguro, no iban a poner en ningún lugar de ese país extranjero y que expresaba a las mil maravillas el estado de ánimo colectivo (el Sarandonga) que por el chupito en sí.

Al vodka en la garganta le precedió el brindis que habían hecho suyo: “Por la vida”.

– «Hay que mirarse a los ojos y apoyar el vaso, chicas». Dijo una de ellas. Y el resto le siguieron con obediencia pagana.

Al primer chupito le sucedió un segundo.

– «Siempre la penúltima nenas», dijo otra. Y todas estallaron en risas flojas con el vaso impaciente en el centro de la mesa exigiendo más relleno de la inmediata felicidad que es a veces el alcohol.

– “Por la vida”, repitieron al unísono con la alegría desbordada. Y enseguida más rojo carmín compartido, selfie con morritos, un “espera que la subo a Facebook” y carreras por salir a descubrir otra noche, en ese nuevo lugar.

Marta tomó la voz cantante. Se había empeñado en ir a un local donde pinchaban unos chicos que conocieron dos días antes por casualidad. Y que les hicieron bailar hasta las mil. Estaban de vacaciones. Tenían muchos planes para descubrir la ciudad, pero se dejaban llevar por el momento. Así funcionaban, funcionan, todas ellas.

Llegaron al Seventy a las doce de la noche. Con la expectativa de repetir los bailes y la buena onda repentina de esa primera vez en la ciudad. Antes se habían detenido a tomar alguna cerveza con un rápido picoteo y ya todo era exaltación de la vida, de la amistad, unos breves «a la mierda los hombres» y un exceso de “qué bonica esta ciudad. Yo me quiero quedar a vivir aquí”.

La noche en el Seventy empezó bailando a todo tren. Con cumbia, algo de funky y todas a voz en grito: “Viva Portugal”. Entre las cervezas compartidas, las risas, el baile, el «ese me gusta» de una de ellas, de repente una bronca ajena. Un grupo de morenos a un lado y de otros menos morenos a otro. Los más oscuros diciendo: “Que vosotros también sois racistas”. Y al instante el cuello de la botella roto, como arma defensiva a los dos lados.

Ruidos secos de golpes entre la música y la buena onda de ellas. Y Marta en medio.

– No, no os peleis, decía Marta, gritaba, exigía.

Pero nadie escucha nunca en ese estado de éxtasis que puede llegar a ser el odio. Ese odio que surge así, sin mediar palabra, porque lleva años fraguándose en silencio. Un odio profundo que es rabia contra el mundo, contra la injusticia que uno vive a diario, contra las miradas de soslayo y la desconfianza por tu color de piel. Un odio sin nombres ni rostros concretos, que se hace firme ante cualquiera que te vuelva a mirar con recelo.

Los cristales rotos no alcanzaron a Marta. No llegó a ponerse en medio. Tal era el rechazo a la violencia y su apego a la vida. Pero la visión de ver caer a uno de ellos delante, metro ochenta de bailar con la vida unos minutos antes, la rompió por dentro. Nunca hasta entonces se había encontrado así de bruces con la muerte.

Ese descubrir que todo puede cambiar en un instante le hizo sentir culpable. Por haberse querido morir tan caprichosamente por pequeños contratiempos de la vida. Algo de Marta murió por dentro ese día. Pero también sintió que esa noche había engañado a la muerte. Y comprendió que la muerte acecha siempre, satisfecha, cuando no aprecias la vida.

Puentes

Aprendí la importancia de los puentes en una guerra que no era la mía. Una crónica de la guerra entre hermanos. Una guerra civil que retrató divinamente en una crónica hecha novela como es Territorio comanche un periodista al que después no he sentido la necesidad de seguir. Porque creo, presupongo, sin contrastar la idea, que ahí puso lo mejor del oficio de periodista-escritor. Y como escritor me atrae bien poco.

En esa divina crónica de guerra que escribió Pérez Reverte en el 94 contaba la obsesión por grabar la voladura de un puente. No la imagen de las víctimas o las casas en ruinas que dejan de ser hogar y gente a la deriva o que ya no tienen a quien acoger. Los puentes hechos pedazos. Como metáfora de vencer. Rotos los puentes no hay camino.

Años después una amiga me dijo que yo siempre tendía puentes. Pero eso no le impidió dinamitarlos de golpe sin venir a cuento. Supongo que necesitaba fuegos artificiales ese día. Sin más.

Por recomponer el puente respondí a su exabrupto: “Ya lo hablaremos, que no es el momento”. Y como respuesta, más dinamita porque sí.

Tiempo más tarde mi amiga necesitaba cruzar un río y buscó un puente que no se había reconstruido. Y encontró piedras. A veces somos capaces de convertirnos en piedra, por sujetar la fuerza de la corriente. Y hasta lo conseguimos.

Estos días pienso en otros puentes que he tendido. Y que han dinamitado con el silencio. Sin tracas ni aspavientos. Y el resultado es el mismo. El no camino.

Sé que volveré a tender puentes. En nuevas guerras, con personas nuevas o viejas que buscan lo que hay al cruzar el puente y no un atajo para sortear la fuerza del agua que es a veces su vida.

Sé también que el puente se hará pedazos muchas veces. Y que volveré a ser piedra por no romperme. Y por permanecer, para quien tenga ganas de recomponer lo que voló sin pensar. Y pisar sobre seguro.