Un poco de respeto, amor

Una mañana de domingo, al despertar, Lola se encontró de nuevo frente a la puerta cerrada de su estudio. Acercó sigilosamente la oreja a la gruesa hoja de madera, escuchó un teclear furtivo y una punzada en el estómago disparó directo a su cabeza un revoltijo de bilis, sangre y recuerdos.

Tras la puerta cerrada otra persona. Ella en el baño ahuecándose el pelo mientras tararea: “Vente conmigo y haremos, vente conmigo y haremos, una chocita en el campo y en ella nos meteremos… que toma, que toma… Ay qué rica está la gamba…”.

Al detenerse en el avance implacable del reloj hacia ese domingo de comida familiar abandona la imagen frente al espejo, abre la puerta y entra en lo que cree es una escena para dos.

– Habías prometido que no trabajarías los fines de semana –le dice a su marido, condescendiente, sin traspasar el umbral–.

– ¡Vete, que ya acabo!, –espeta él con furia, bajando bruscamente la tapa del ordenador–.

A pesar de la violencia inesperada de esa reacción, ella se limita a marcharse con una sonrisa en la comisura de los labios. “Este hombre, no cambiará nunca”. Y remata el cuadro frente al espejo, ya sin cantes, con un pausado retoque de carmín rojo fresa en los labios.

La anécdota llega a la sobremesa familiar y se transforma en mil consejos compartidos entre ella y los padres de él sobre cómo desconectar del trabajo los fines de semana. Lo que le ha cambiado el carácter últimamente. Y cómo afecta el estrés a la salud.

Luego sobrevienen unas secuencias improvisadas de reiterados viajes de trabajo. Que ella rumia. De impaciencias de él, ante las paciencias de ella. De ataques de él, incluso en público. Y de llantos de ella, a solas. Sin saber por qué.

Hasta esa tarde de sofá en una siesta de verano. Cada uno en una punta mirándose a hurtadillas. Es ella la que necesita romper el vaivén de cabezas desacompasadas y pregunta en un impulso: «¿Qué te pasa?» Y tras un levísimo contacto de pupilas, una cabeza se agacha al otro lado, mientras ella sostiene la intención. Como respuesta un lacónico “he conocido a otra persona”.

Ella se levanta y dice: «Voy a comprar tabaco». Él también se levanta y exige: “No te vayas. Voy contigo. Que te conozco y lo mismo ni vuelves”.

Minutos después, de vuelta al espacio privado de la casa, entre una nebulosa de humos nuevos él le dice que la quiere. Y que no la puede perder. Pero que la otra es importante. Ella le dice que si la quiere tiene que demostrárselo ahora. Él cede a la presión. Rompe con la otra por teléfono.

Ninguno de los dos sospecha que se acaban de instalar en un largo entreacto del que la memoria caprichosa de Lola, hoy, ha seleccionado sólo una parte: “¿Te acuerdas de aquel domingo…? Estaba escribiéndole a ella, que me decía que no podía estar ni un día sin saber de mí”.

Este domingo Lola no puede cantar por tangos ante la puerta cerrada. Este domingo Lola quiere pelea. Quiere irrumpir como se debe en lo que barrunta es una escena de tres. Levantar la hoja del ordenador y gritar: «¡A mí no me chulea nadie, hijo de puta!».

Sólo por evitar el año de tortura analizando «qué hice bien, qué hice mal». Por anular cualquier tipo de negociación de sentimientos: “Si seguimos juntos, me tienes que prometer que no me vas a echar en cara esta infidelidad”. Y su estúpido compromiso con la palabra dada. El esfuerzo por ignorar las llamadas exigentes de la otra a cualquier hora. Su talón en blanco ante la simpleza de la inamovible explicación de él: “No le hagas caso, está loca”. El temor a encontrársela en la puerta de su casa, demandando una promesa que dice su marido que le hizo. Y el resumen racional de él, “en el amor todo vale. Ella ha jugado sus cartas”, cuando Lola le dice que ya no puede más, que le toma el pelo y que esta tía es, es…

Pero hoy Lola se retira tranquila de la escena. Entra en la cama, oculta su cabeza bajo el edredón y repasa su nuevo papel de pareja: “Hoy no hay padres de por medio. Ni años de matrimonio. Ni promesas para siempre. Solo estamos él y yo. Y tenemos una relación abierta”.

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