– Mejor así. Es un cabrón insufrible.
– Pero le quiero y me quiere.
– ¿Estás segura? Sólo te busca cuando le interesa.
– Si no le interesas a alguien no te busca.
– Eres una boba.
– Y tú una estúpida insoportable. Siempre tan capciosa. Voy a llamarle ahora mismo y a pedirle que vuelva.
– Lo único que te pasa es que no sabes estar sola.
– No, es que él me da muchos momentos ricos.
– Y muchos amargos.
– Pero ahora mismo pesan más los ricos.
– ¿Seguro?
– No, no estoy segura de nada.
– Pues entonces no hagas nada. Si te quiere volverá.
– Cierto, si me quiere llamará.
– Aunque ya sabes que él es un comodón. No se moja nunca. Por eso estás así.
– Es verdad, es un comodón. Si no hago nada por resolver esto no volverá.
– Deja de pensar en él y piensa en ti.
– ¿En mí? Le necesito.
– ¿En serio le necesitas? ¿Necesitas sus silencios cuando os enfadáis por situaciones que casi siempre provoca él? ¿Esa ironía que lanza contra ti sin contemplaciones?
– No. Tienes razón, es un capullo.
– Pero un capullo irresistible. Después de los enfados te colma de atenciones.
– ¡Es tan cariñoso cuando quiere…!
– Lo malo es que le dura poco. Y le puede más su parte de cabrón empedernido.
– (Ya muy débilmente en su cabeza). Sí.
– (Con más firmeza en su cabeza). Os enfadásteis (te enfadaste) por primera vez a los cinco meses de conoceros. Cuando te dijo que no podía irse contigo de vacaciones. Después de planearlas juntos. Las propuso él. Y las anuló sin una explicación inmediata. Un simple: ahora no te puedo decir por qué.
– Sí, es verdad. Y callé por evitar un conflicto.
– Y al año siguiente te vuelve a dejar en la estacada. No sin antes maltratarte diciéndote, nena, no te veo ilusionada con las vacaciones.
– En mi cabeza retumbaba la idea de “no me quiero hacer ilusiones. Ya sé que todo se queda en humo, cuando se trata de él”.
– Y volviste a callar.
– Bueno, ahí intenté expresar lo que sentía: «No me quiero hacer ilusiones. Contigo nunca sé a qué atenerme».
– Y a pesar de tus dudas te prometió que esta vez no… que os iríais donde fuese. Y te volvió a dejar tirada. A una semana de iros. No había pedido los días en el trabajo.
– Qué estúpido. Qué falta de tacto para todo.
– Siempre a su bola.
– Sí, siempre a lo suyo.
– Como el finde que ibais a pasar juntos en tu cumpleaños. Te dijo que llegaría a las cuatro.
– Y le mandé un mensaje, casi a las cinco: ¿a qué hora llegas? Y no había salido de casa. Con cuatro horas de viaje por delante. Y te intenta camelar con que se le ha complicado tu regalo de cumpleaños.
– Y no le abriste la puerta cuando llegó. Cinco horas más tarde.
– Se jodió el finde y tu cumpleaños.
– Lo jodió él. Se marchó sin más. No dudó ni diez minutos en dar marcha atrás y largarse a otras cuatro horas de distancia. Con la casa de sus padres a 30 minutos de la tuya.
– Ni pensó en la culpa que tuvo él.
– Sí lo pensó. Luego te pidió perdón y aceptó la culpa. Pero no evitó el momento.
– Y esos momentos te han matado, lentamente.
– Sí. Su eterna falta de comunicación.
– Habría sido tan fácil que llamase un poco antes y decir: perdona, nena, llego tarde. Es el cumpleaños de Pedro. Nos ha invitado a unas cañas y no me he podido negar.
– Y tú no habrías estado esperando como una boba hasta las nueve que llegó, ya sin esperar. Dejando todo lo que tenías que hacer, tan ocupada como estás siempre, para que vuestros encuentros siguiesen siendo perfectos.
– Por eso no le abrí la puerta.
– Sí. Por su falta crónica de tacto. Y su autocomplacencia: yo soy así. Soy feliz así. Y …
Suena el teléfono. Es él. Silencio.