Vergüenza ajena

He asistido a la representación de lo más bajo de la condición humana no una, ni dos, ni tres, ni cuatro… sino mil veces a lo largo de mi existencia.

A la de las palabras del político impasible tras el robo del dinero público que considera suyo, la vergüenza más visible. Aunque menor a la de quien lo defiende, porque total, todos lo hacen, y si yo pudiera también lo haría. La más cercana.

A la del erudito que rebaja a un paleto, porque sí, porque puede y no sabe renunciar a ese momento de soberbia que le sirve en bandeja el  iletrado, que no tuvo su educación.

A la del insuficiente que reduce al zopenco con datos exactos de nuestro pasado más glorioso, aprendidos en novelas históricas, que el cateto no rebate porque se sabe bárbaro sin remedio. O quizás por la ignorancia de la ignorancia del otro, tan evidente.

Pero de entre todas estas vergüenzas de espectador sobrado siempre me asalta la memoria la que sentí el día que conocí a Necip.

Tropecé con él dando un paseo por un barrio de Estambul. Al doblar una esquina mugrienta con olor a orina añeja. Era apenas un ovillo de huesos y harapos, acurrucado sobre sus piernas. La cabeza protegida por el propio abrazo, en ese gesto tan humano con el que todos alguna vez hemos intentado negar el mundo entero alrededor. Sollozaba desconsoladamente, inmune a la pestilencia del lugar, que a mí me golpeó como una bala en el estómago al desviarme del camino de los turistas buscando una iglesia románica de la que ni recuerdo el nombre ni viene al caso.

El pequeño, ignorante del espacio miserable, me lanzó una mirada limpia cuando le pregunté, como otras tantas veces hiciera antes con algún niño de mi barrio: ¿Cómo te llamas? “Necip”. ¿Y qué te ocurre? ¿Por qué lloras? “Los otros niños no quieren jugar conmigo”, respondió con la lógica simplista de la infancia.

Me relajé interiormente y le ofrecí una chuche. La reacción de Necip fue la esperada. Al primer titubeo de su expresión siguieron unas lucecitas de felicidad rescatada en los ojos. Pero, inexplicablemente, el niño no cogió el cohecho ofrecido de forma atolondrada. Apartó la tentación y me observó de arriba a abajo con la expresión de adulto que guardan en la mirada todos los críos del tercer mundo. Ignorando su negativa, yo insistí en mi rescate tomándole en volandas para arrancarle de su ovillo. A mi atrevimiento siguió una luz más intensa en las pupilas. Y un amago de sonrisa. Respondí con una risa sonora, confiada y franca.

Pero Necip estaba empeñado en dejarme en entredicho ese día, tan diminuto como era. Se deshizo del abrazo educado, apartó la caridad impuesta por su condición de niño pobre y morito y me lanzó un vistazo retador de chulo adulto. Acto seguido y en silencio, se llevó el cuerpo minúsculo que yo había volteado en el aire tan alegremente. Se llevó los harapos, la pobreza y la delación primera de ojos dolidos, sin volver la vista atrás. Y dejó, al revelar su figura tambaleante, su auténtica desdicha. La del cojito. Y mi mudez culpable de capullo occidental.

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