Aprendí la importancia de los puentes en una guerra que no era la mía. Una crónica de la guerra entre hermanos. Una guerra civil que retrató divinamente en una crónica hecha novela como es Territorio comanche un periodista al que después no he sentido la necesidad de seguir. Porque creo, presupongo, sin contrastar la idea, que ahí puso lo mejor del oficio de periodista-escritor. Y como escritor me atrae bien poco.
En esa divina crónica de guerra que escribió Pérez Reverte en el 94 contaba la obsesión por grabar la voladura de un puente. No la imagen de las víctimas o las casas en ruinas que dejan de ser hogar y gente a la deriva o que ya no tienen a quien acoger. Los puentes hechos pedazos. Como metáfora de vencer. Rotos los puentes no hay camino.
Años después una amiga me dijo que yo siempre tendía puentes. Pero eso no le impidió dinamitarlos de golpe sin venir a cuento. Supongo que necesitaba fuegos artificiales ese día. Sin más.
Por recomponer el puente respondí a su exabrupto: “Ya lo hablaremos, que no es el momento”. Y como respuesta, más dinamita porque sí.
Tiempo más tarde mi amiga necesitaba cruzar un río y buscó un puente que no se había reconstruido. Y encontró piedras. A veces somos capaces de convertirnos en piedra, por sujetar la fuerza de la corriente. Y hasta lo conseguimos.
Estos días pienso en otros puentes que he tendido. Y que han dinamitado con el silencio. Sin tracas ni aspavientos. Y el resultado es el mismo. El no camino.
Sé que volveré a tender puentes. En nuevas guerras, con personas nuevas o viejas que buscan lo que hay al cruzar el puente y no un atajo para sortear la fuerza del agua que es a veces su vida.
Sé también que el puente se hará pedazos muchas veces. Y que volveré a ser piedra por no romperme. Y por permanecer, para quien tenga ganas de recomponer lo que voló sin pensar. Y pisar sobre seguro.