Perdidos

Los ilusos a la izquierda, los racionales a la derecha. Y sin explicaciones ni aspavientos cada cual se puso en su sitio.

Al margen de las diferencias de edad, sexo, color o religión conformaron dos filas perfectas y en armonía. Tanto, que al poco empezaron a compartir cigarros y fuego, fotos y memes, riéndose los unos de los otros, tal era la aceptación que sentían. La seguridad de apreciar la diferencia entre el blanco y el negro fortalecía la ilusión de la izquierda y la razón de la derecha.

Y, de repente, el júbilo se transformó en un silencio insoportable. Alguien se había quedado en medio, desorientado. Toda la fila de la derecha y toda la fila de la izquierda le miraron tan asombrados que ni se atrevieron a pronunciarse. Lo hicieron los organizadores.

– ¿No oíste la pregunta?

– La he oído y no sé dónde ponerme.

– Es fácil: ¿Eres iluso o racional?

– Ni una cosa ni la otra.

– ¿Cómo te llamas?

– Ironía.

El estupor en las dos filas aumentó en segundos. Todos habían oído ese nombre, pero nadie les había preparado para su encuentro. Los racionales pensaron que no existía. Los ilusos, que era un demonio. Y los organizadores, que nunca lo encontrarían.

Ante la evidencia de su realidad se deshicieron las filas. Y sin mediar palabra se juntó la izquierda con la derecha en un círculo de mezclas perfectas. Y él, en medio.

Los racionales le increparon para que se explicara. Los ilusos para que se decidiera. Y al constatar que ni le entendían, ni se definía, todos quisieron quemarle. Pero se impuso la razón y convinieron en dejarle marchar para pensar.

La ironía se marchó cabizbaja y triste. En el fondo le hubiese gustado unirse a cualquiera de las filas pero no sabía cómo. Ella no era ni blanco ni negro. Era muchas cosas.

En el momento de partir se recriminó a sí misma por ser tan rara, pero enseguida su otra personalidad le hizo enfadarse por pensar tan cómodo. Y con la recriminación y el enfado juntos apretó el paso y se marchó sin más.

Deambuló durante meses sola. A ratos con la tristeza de saber que detrás había un júbilo esperando. A otros con la firmeza de que no podía quedarse donde no le comprendían. Y en el camino recreándose por igual observando árboles rojos entre el exultante verde del otoño, afanosas hormigas con cargas imposibles, reflejos morados en un cielo que en su infancia le enseñaron a pintar de azul, de nubes blancas y amarillo solar… Y tras la observación, el pensamiento traicionero: el amarillo y el azul dan verde. Al cielo se le escapan algunos rojos para teñir de ese color tan especial su vista.

Entre estas divagaciones absurdas y el total olvido de lo que dejó atrás, de repente, tropezó con un caminante.

– ¿Qué haces solo por estos senderos?, le dijo, ya sin pensar en su propia soledad.

– Caminar.

– ¿Te perdiste?

– No. Sólo camino. ¿Y tú?

– Igual.

– ¿Vamos juntos?

– ¿Por qué no? No hay mucha más compañía.

– El camino es largo.

– Lo sé. Y me encanta andar.

– Y a mí.

Desencuentros

Se fijó en su reflejo por primera vez mientras contemplaba abstraída el cuadro de Munch Los solitarios. Llevaba ahí frente a esa imagen de la mujer pelirroja mirando al mar y el hombre a su espalda, sin mirarse ni hablarse, más de cinco minutos.

LOS SOLITARIOS

Justo al dejar espacio para la realidad del lugar, reparó en la silueta de Juan dibujada en el cristal. Detrás suyo. Como en una reproducción exacta de la historia que los dos miraban. La falta de mar la ponía el propio cuadro.

Por un momento se sintió un garabato absurdo en la cabeza del pintor noruego, el de la angustia, la soledad, el desamor, la locura y el miedo. Y huyó tres cuadros más allá.

Juan también había visto la imagen sobre la imagen. Pero ni sintió angustia, ni miedo, ni nada semejante. Salvo la ironía del momento. Llevaba mucho tiempo esperando ese instante (como luego le dirá). Y le hizo gracia que ella, por fin, le viese justo en ese cuadro.

Fingió que se recreaba en las láminas mientras ojeaba a Luisa en la distancia. Esta vez estaba dispuesto a ir hasta el final. Costase lo que costase. Miró sin mirar los cuadros que le separaban de ella, hasta alcanzarla frente a Celos.

Y de nuevo el reflejo junto a Luisa. Pero esta vez el reflejo le habló. “Me pregunto qué había en esos días en la ciudad fuera de las habitaciones asfixiantes y la naturaleza opresiva que se repiten tanto”.

Ella se giró sorprendida. En las exposiciones no se habla con desconocidos. Bueno, ya en ningún sitio se habla con nadie, más que en las redes sociales, pensó. Y muy a su pesar respondió: “No hay más que calles solitarias y personas que ni se miran, como en los lienzos”.

“Yo imagino gente que conversa, ríe y se sonríe. Otros pasean disfrutando de las tranquilas calles de Oslo. Luce un sol espléndido, como hoy”, replicó él.

“Munch odiaba las multitudes. Por eso pinta escenas con poca gente. Debes ser una persona muy optimista para ver esas cosas en sus cuadros”.

“Sólo soy alguien que odia quedarse en mero espectador”.

El torpedo directo a los escudos de ella produce el efecto deseado. Y una sala después salen el uno junto al otro.

“¿Ves? Ya te dije que hace un día magnífico para tomar una caña”, le dice Juan, con una de sus sonrisas más encantadoras.

Ella siente que tiene toda la razón. También siente que es un hombre interesante y que… Pero aún así responde. “Sí, un día magnífico. Espero que lo disfrutes”.

Y huye rápido, como suele, cuando algo altera el guion premeditado de su vida.

Al volver la esquina del museo Luisa se siente estúpida, sosa y boba, pero aún así mantiene su rumbo. Con ganas de llegar a casa y recrearse en lo que le ha pasado.

Ya en su refugio escribe un cuento sobre el desconocido, al que conviene en llamar Juan, y sobre lo que podría haber sido la cita. En su relato ella vuelve sobre sus pasos y se sienta sin mediar palabra junto a él. Y le suelta con la sonrisa aún rígida: “Tienes razón. A veces hay que salir de la pura contemplación”.

Tres cervezas después las sonrisas son ya risas abiertas. Es un hombre ocurrente, divertido, culto, atento… Y sin pensarlo ni esperarlo se ve comiendo con él en un coqueto restaurante que hay detrás del Museo del Prado. Justo al costado de la Puerta de Murillo.

La comida y el vino y las risas y las miradas que contactan una y otra vez sin ocultar el brillo de los ojos les llevan a la cama. Ella folla con remilgos. Pero folla y repite.

Por la mañana se despierta contenta. Y recupera en su memoria la conversación del día anterior con él. Juan le contó que ya la había visto antes, en la exposición del Reina Sofía de Juan Muñoz. Varios años atrás. Y que había reparado en su pelo rojo, brillante y vivo, como el de las mujeres de Munch. Y en sus formas tan rígidas, que no cuadraban con la intensidad del pelo. “Esta mujer tiene mucho escondido en las costumbres aprendidas”, le dijo que pensó.

Luisa se siente enamorada de ese hombre tan buen conversador en la mesa y tan buen amante y cariñoso entre las sábanas. Pero, aún así, en un impulso se marcha sin despedirse ni reparar en que no se han dado los teléfonos. Y que ni siquiera se ha fijado ni en el nombre de la calle ni en el número del portal.

En los siguientes días vuelve sobre sus pasos hacia esa exposición. En los siguientes meses va a todas las exposiciones de Madrid. En los siguientes años va a las exposiciones de toda España. Va a más exposiciones que nunca y ya no consigue disfrutarlas. Pero sigue en el empeño.

– Fin-

Luisa concluye su vida imaginada y llora.

El hombre del saco

Al terminar los deberes me gustaba salir disparada a la calle a jugar a la comba: La lluna, la bruna, vestida de dol, son pare li pega, sa mare no vol. Al churro va: Churro, media manga, mangotero, dime lo que hay en el montero. A la goma, a las canicas, a béisbol, a las cartas tirados en el suelo de cualquier portal. Sólo jugaba en casa en las tardes de verano, con mis dos hermanos pequeños. Esperando, impacientes, que diesen las cinco. La hora que marcaba el comienzo de la tarde en los plácidos días de verano. Jamás entendí esa prohibición horaria, innegociable con mi madre. Tendría sus motivos. Nunca fue una mujer mandona.

En unas calles impregnadas del olor de los ingredientes de las galletas Río se desarrollaban todas nuestras fantasías infantiles. Vivíamos en una barriada situada en uno de los límites del pueblo. Si te aventurabas sólo una manzana más allá, te encontrabas de bruces con los naranjos. Eso sí era vivir al límite.

Esos campos de naranjos que ocupaban en mi pequeño hábitat de niña más espacio que el resto del pueblo siempre ejercieron sobre mí una atracción incómoda. Allí vivía para mí, literalmente, el hombre del saco, del que tanto hemos oído hablar y nadie, que sepa, ha visto.

Tampoco yo. Aunque a punto estuvo de encontrarme ese fatídico día en el que saltándonos las normas de los padres me aventuré con mis hermanos pequeños y otros compañeros de juegos del barrio a inspeccionar ese terreno hostil y misterioso, por demostrarnos que éramos unos valientes.

Recuerdo en la ida el manojo de niños bordeando el riachuelo que marcaba el camino para no perderse en los campos de naranjos. Entonces inmensos. Todos temblando de miedo en una fila rígida improvisada, la vista fija en los pies del otro, olvidada ya la curiosidad por lo que había alrededor, que fue la causante de la incursión en ese infierno de silencios interrumpidos por el ruido seco de las ramas rotas, el rumor del agua y el peso de la nada. Hasta que nos encontramos ¡con eso!

Entre risas nerviosas y juegos y miedos y retos y descubrimientos y más miedos y más risas nerviosas nos dimos de bruces con una ropa negra, delicadamente doblada al cobijo de un árbol cercano al hilillo de agua que nos mantenía a salvo como los pedacitos de panes a Hansel y Gretel. Pero nosotros no éramos personajes de cuento. Y el hombre del saco tampoco. Ahí estaba la evidencia. El hombre del saco, el ser malvado que puede hacer daño a niños inocentes existe y está muy cerca. Quizás nos vigila escondido tras algún árbol.

¿Por qué no hice caso a mis padres?”, me dije. Y tras la inocente pregunta infantil, la huida despavorida y eterna hasta alcanzar la silueta segura de las casas.

Aquel día el hombre del saco no me atrapó, lo ha hecho de adulta. Un hombre del saco nuevo. Viste también de oscuro, traje de rayas con camisa blanca inmaculada y corbata. Me obliga a trabajar hasta tarde. No deja espacio a las risas, a los juegos, a la imaginación. Es todo miedo. Miedo a perder el trabajo. Miedo a perder la seguridad de un salario. Miedo a no tener para comer, ahora que desapareció el cobijo de los padres y que las calles con olor a galletas son ya un barrio cualquiera. Un Mercadona absorbió el olor y el lugar.

Ahora, de adulta, los confines de mi mundo, más amplio, aprietan más. Ahora no hay el refugio de las casas de personas conocidas. Ahora ya no puedo conformarme con cuentos de viejos. Que sé que son viejos. Pero me queda la rebeldía. Porque sé, que para destruir al hombre del saco hay que mirarle a los ojos y decirle: “No creemos en cuentos”.