Se fijó en su reflejo por primera vez mientras contemplaba abstraída el cuadro de Munch Los solitarios. Llevaba ahí frente a esa imagen de la mujer pelirroja mirando al mar y el hombre a su espalda, sin mirarse ni hablarse, más de cinco minutos.
Justo al dejar espacio para la realidad del lugar, reparó en la silueta de Juan dibujada en el cristal. Detrás suyo. Como en una reproducción exacta de la historia que los dos miraban. La falta de mar la ponía el propio cuadro.
Por un momento se sintió un garabato absurdo en la cabeza del pintor noruego, el de la angustia, la soledad, el desamor, la locura y el miedo. Y huyó tres cuadros más allá.
Juan también había visto la imagen sobre la imagen. Pero ni sintió angustia, ni miedo, ni nada semejante. Salvo la ironía del momento. Llevaba mucho tiempo esperando ese instante (como luego le dirá). Y le hizo gracia que ella, por fin, le viese justo en ese cuadro.
Fingió que se recreaba en las láminas mientras ojeaba a Luisa en la distancia. Esta vez estaba dispuesto a ir hasta el final. Costase lo que costase. Miró sin mirar los cuadros que le separaban de ella, hasta alcanzarla frente a Celos.
Y de nuevo el reflejo junto a Luisa. Pero esta vez el reflejo le habló. “Me pregunto qué había en esos días en la ciudad fuera de las habitaciones asfixiantes y la naturaleza opresiva que se repiten tanto”.
Ella se giró sorprendida. En las exposiciones no se habla con desconocidos. Bueno, ya en ningún sitio se habla con nadie, más que en las redes sociales, pensó. Y muy a su pesar respondió: “No hay más que calles solitarias y personas que ni se miran, como en los lienzos”.
“Yo imagino gente que conversa, ríe y se sonríe. Otros pasean disfrutando de las tranquilas calles de Oslo. Luce un sol espléndido, como hoy”, replicó él.
“Munch odiaba las multitudes. Por eso pinta escenas con poca gente. Debes ser una persona muy optimista para ver esas cosas en sus cuadros”.
“Sólo soy alguien que odia quedarse en mero espectador”.
El torpedo directo a los escudos de ella produce el efecto deseado. Y una sala después salen el uno junto al otro.
“¿Ves? Ya te dije que hace un día magnífico para tomar una caña”, le dice Juan, con una de sus sonrisas más encantadoras.
Ella siente que tiene toda la razón. También siente que es un hombre interesante y que… Pero aún así responde. “Sí, un día magnífico. Espero que lo disfrutes”.
Y huye rápido, como suele, cuando algo altera el guion premeditado de su vida.
Al volver la esquina del museo Luisa se siente estúpida, sosa y boba, pero aún así mantiene su rumbo. Con ganas de llegar a casa y recrearse en lo que le ha pasado.
Ya en su refugio escribe un cuento sobre el desconocido, al que conviene en llamar Juan, y sobre lo que podría haber sido la cita. En su relato ella vuelve sobre sus pasos y se sienta sin mediar palabra junto a él. Y le suelta con la sonrisa aún rígida: “Tienes razón. A veces hay que salir de la pura contemplación”.
Tres cervezas después las sonrisas son ya risas abiertas. Es un hombre ocurrente, divertido, culto, atento… Y sin pensarlo ni esperarlo se ve comiendo con él en un coqueto restaurante que hay detrás del Museo del Prado. Justo al costado de la Puerta de Murillo.
La comida y el vino y las risas y las miradas que contactan una y otra vez sin ocultar el brillo de los ojos les llevan a la cama. Ella folla con remilgos. Pero folla y repite.
Por la mañana se despierta contenta. Y recupera en su memoria la conversación del día anterior con él. Juan le contó que ya la había visto antes, en la exposición del Reina Sofía de Juan Muñoz. Varios años atrás. Y que había reparado en su pelo rojo, brillante y vivo, como el de las mujeres de Munch. Y en sus formas tan rígidas, que no cuadraban con la intensidad del pelo. “Esta mujer tiene mucho escondido en las costumbres aprendidas”, le dijo que pensó.
Luisa se siente enamorada de ese hombre tan buen conversador en la mesa y tan buen amante y cariñoso entre las sábanas. Pero, aún así, en un impulso se marcha sin despedirse ni reparar en que no se han dado los teléfonos. Y que ni siquiera se ha fijado ni en el nombre de la calle ni en el número del portal.
En los siguientes días vuelve sobre sus pasos hacia esa exposición. En los siguientes meses va a todas las exposiciones de Madrid. En los siguientes años va a las exposiciones de toda España. Va a más exposiciones que nunca y ya no consigue disfrutarlas. Pero sigue en el empeño.
– Fin-
Luisa concluye su vida imaginada y llora.
La vida sucede de forma extraordinaria.. y llegué a esta entrada.
Gracias por esta ficción, escrita hace 3 años
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