Tengo un apacible pozo que me protege cuando me duele la vida. Es un espacio sin horizontes, pero también sin medidas que me opriman porque nunca exige nada a cambio.
Un refugio que detiene el resto del mundo que no me gusta. Y que me deja ser a mi antojo.
Si tuviera que hacerle un reproche, sólo le diría que es un espacio en exceso complaciente, porque en él sólo estamos nosotros. Y en ese nosotros yo pregunto y él siempre calla y escucha sin inmutarse ante la contradicción de los diferentes puntos de vista que me suceden.
Ese yo y ese espacio que es refugio y escucha hemos formalizado un pacto no hablado por el que dejamos que algunos días y por breves momentos, algún alguien perturbe esa paz. Porque los dos sabemos que son personas que no podemos detener.
A veces nos asusta pensar que llegue un día en el que tengamos que romper ese pacto de refugio y preguntas sin respuestas, si un tercero que esperamos y negamos al mismo tiempo, nos aleja. Sin lógica alguna. Pero es un miedo controlado, porque los dos sabemos que siempre volveremos a buscarnos, aunque sea a menos ratos. Así de fuerte es ese pacto no hablado ni escrito.
Si ni él ni yo hemos puesto reglas, es porque los dos nos conocemos bien. Mi pozo sabe que no puede refugiarme si llueve fuerte. O si lloro en exceso. Porque el caudal de tanta corriente me impulsaría fuera de él. Sabe también, porque me conoce, que no podría quedarme habitando complacientemente en un cubículo tan estrecho y sin perspectivas, salvo a ratos.
Por eso a veces me pone escaleras para que salga a la vida. Y las retira alegremente cuando comprende que necesito su refugio. Sabe que nada ni nadie puede sustituirle. Porque siempre hemos estado juntos. Desde que tengo conciencia de la vida. Quizás porque me consiente. Quizás porque no pide nada. Quizás porque cuando estamos juntos es cuando realmente somos. Él refugio y yo persona. Él sin preguntar y yo hablando. Quizás es así como se forjan las únicas relaciones que perduran.