Puertas ciegas

– Tomo drogas porque necesito puertas. Así a bocajarro le espetó hace años a Teresa un amigo de una amiga en medio de una fiesta. Sin que ella hubiese preguntado ni visto. Así, a veces, quien se asfixia siente tanta necesidad de aire fresco que se confiesa al primer desconocido.

– ¿Y qué puertas te dan las drogas?, respondió Teresa, sólo por la amabilidad de comprender al amigo de la amiga.

– No sé explicarlo. Pero siento que mi mundo es más grande.

Teresa calló porque ni tenía respuestas ni ella misma se sentía una puerta para nadie. Pensó que ella por momentos también siente que le oprime el mundo. Calló y pensó: “Yo no busco salidas, sino respuestas. Y no están detrás del sencillo girar del pomo de una puerta, por colores que tenga”.

Año y algo más tarde Teresa se encontró con el amigo de la amiga. En una terraza de su barrio, el de él. A dos calles de distancia del de ella.

Ella iba con una amiga, que acababa de llegar, de fuera. Y que jamás ha buscado respuestas ni puertas. O eso dijo siempre y mantiene hasta hoy. Él estaba en una terraza con una chica. Y no se saludaron, aunque se reconocieron. Por lo que Teresa sabía de lo que le contó la amiga entonces -entonces la amiga, no la conversación-, era una chica que le perseguía, insistentemente, y él no soportaba. Atando cabos concluyó que por su salud mental él encontró su puerta. Y que, afortunadamente o no, quién sabe, ella, por la suya, seguía a la búsqueda de respuestas.

Nieve

Lo había construido sin pretensiones. Siguiendo el impulso del momento y el lugar. La casa sobrevenida de blanco. En mitad de una montaña de un lugar cualquiera de un momento cualquiera. Aunque, sin duda, era invierno. Sólo nieva en invierno. Eso es una realidad irrefutable. Y resulta evidente que no estaban ni en el Caribe ni en Canarias. Allí no nieva. Otra verdad irrefutable. Al menos hasta hoy.

Había dedicado apenas unos minutos a consolidar el soporte. Sin pensar cómo quería que fuese. Un cuerpo rechoncho sin pies para caminar y sin brazos para abrazar. Sin un abrigo que le protegiera del frío lacerante, tan poco apego parecía que tuviera a su criatura. Siguió por la cabeza. Pegada sobre el tronco sin nada que pudiera parecer un cuello. Y todos sabemos que los cuerpos humanos, además de pies y brazos, tienen un hermoso cuello. Un cuello que hace girar la vista cuando algo llama nuestra atención o que nos delata cuando inclinamos la cabeza con una inesperada coquetería ante alguien que nos gusta.

A modo de ojos hizo dos hendiduras casi imperceptibles sin medir si realmente estaban donde debían. A un conocedor de la anatomía humana le resultarían excesivamente altos. Como los que pueda tener un hombre sin frente. La nariz era otra improvisada pelota rechoncha. Aunque nadie podría objetarle nada. Hay tal amalgama de narices humanas que bien podría ser una auténtica. Para la boca, el mismo proceso que con los ojos. Una hendidura sobre la esfera, para dotarla de una sonrisa. Los muñecos, salvo raras excepciones, siempre nos sonríen.

Sí le puso una bufanda. La que ella misma llevaba antes de concluir su trabajo. El paño negro de lana ocultando la falta del cuello le daba un pequeño toque de realismo a la blanca figura rechoncha. O eso le parecía a ella.

Pero en el instante mismo en el que María dio unos pasos atrás para contemplar “su” creación, una violenta sacudida acabó con ella. El muñeco de nieve recién nacido se desparramó sin resistencia al recibir la pedrada.

María se quedó muda. Sin aliento. Apartó de un manotazo la cálida lágrima que empezaba a deslizarse por su mejilla y le espetó indignada a su pareja: “¿Por qué lo has hecho?”

Él le devolvió una de sus tibias e incuestionables respuestas: “Sólo era un muñeco de nieve”.

Ella asintió, aunque su corazón le decía lo contrario. Se dijo a sí misma, eres boba. Y apartó las ganas de golpearle el pecho con los puños por romper el encanto del momento. Apartó su necesidad de exigir su autoría: era “mi” muñeco. Apartó el zarandeo y el grito: ¡No sabes soñar!

Años más tarde volverían juntos a otro lugar sin nombre ni estación. Otra nieve similar. Pero esta vez no hubo espacio para muñecos, ni para la improvisación y dejarse llevar.

Cenaron frente a la chimenea con un buen vino. Después hicieron el amor. O quizás sería mejor decir que follaron. Amor era una palabra que no cabía ya en el corazón de María con él.

Durmieron abrazados. En silencio. Y aparentemente plenos por la felicidad de follar y amar. Al día siguiente ella se fue. Sin planificar ni meditar. Sin una palabra. ¿Cómo explicarle que necesitaba hacer un muñeco de nieve que él no destruyera?

El hombre del saco

Al terminar los deberes me gustaba salir disparada a la calle a jugar a la comba: La lluna, la bruna, vestida de dol, son pare li pega, sa mare no vol. Al churro va: Churro, media manga, mangotero, dime lo que hay en el montero. A la goma, a las canicas, a béisbol, a las cartas tirados en el suelo de cualquier portal. Sólo jugaba en casa en las tardes de verano, con mis dos hermanos pequeños. Esperando, impacientes, que diesen las cinco. La hora que marcaba el comienzo de la tarde en los plácidos días de verano. Jamás entendí esa prohibición horaria, innegociable con mi madre. Tendría sus motivos. Nunca fue una mujer mandona.

En unas calles impregnadas del olor de los ingredientes de las galletas Río se desarrollaban todas nuestras fantasías infantiles. Vivíamos en una barriada situada en uno de los límites del pueblo. Si te aventurabas sólo una manzana más allá, te encontrabas de bruces con los naranjos. Eso sí era vivir al límite.

Esos campos de naranjos que ocupaban en mi pequeño hábitat de niña más espacio que el resto del pueblo siempre ejercieron sobre mí una atracción incómoda. Allí vivía para mí, literalmente, el hombre del saco, del que tanto hemos oído hablar y nadie, que sepa, ha visto.

Tampoco yo. Aunque a punto estuvo de encontrarme ese fatídico día en el que saltándonos las normas de los padres me aventuré con mis hermanos pequeños y otros compañeros de juegos del barrio a inspeccionar ese terreno hostil y misterioso, por demostrarnos que éramos unos valientes.

Recuerdo en la ida el manojo de niños bordeando el riachuelo que marcaba el camino para no perderse en los campos de naranjos. Entonces inmensos. Todos temblando de miedo en una fila rígida improvisada, la vista fija en los pies del otro, olvidada ya la curiosidad por lo que había alrededor, que fue la causante de la incursión en ese infierno de silencios interrumpidos por el ruido seco de las ramas rotas, el rumor del agua y el peso de la nada. Hasta que nos encontramos ¡con eso!

Entre risas nerviosas y juegos y miedos y retos y descubrimientos y más miedos y más risas nerviosas nos dimos de bruces con una ropa negra, delicadamente doblada al cobijo de un árbol cercano al hilillo de agua que nos mantenía a salvo como los pedacitos de panes a Hansel y Gretel. Pero nosotros no éramos personajes de cuento. Y el hombre del saco tampoco. Ahí estaba la evidencia. El hombre del saco, el ser malvado que puede hacer daño a niños inocentes existe y está muy cerca. Quizás nos vigila escondido tras algún árbol.

¿Por qué no hice caso a mis padres?”, me dije. Y tras la inocente pregunta infantil, la huida despavorida y eterna hasta alcanzar la silueta segura de las casas.

Aquel día el hombre del saco no me atrapó, lo ha hecho de adulta. Un hombre del saco nuevo. Viste también de oscuro, traje de rayas con camisa blanca inmaculada y corbata. Me obliga a trabajar hasta tarde. No deja espacio a las risas, a los juegos, a la imaginación. Es todo miedo. Miedo a perder el trabajo. Miedo a perder la seguridad de un salario. Miedo a no tener para comer, ahora que desapareció el cobijo de los padres y que las calles con olor a galletas son ya un barrio cualquiera. Un Mercadona absorbió el olor y el lugar.

Ahora, de adulta, los confines de mi mundo, más amplio, aprietan más. Ahora no hay el refugio de las casas de personas conocidas. Ahora ya no puedo conformarme con cuentos de viejos. Que sé que son viejos. Pero me queda la rebeldía. Porque sé, que para destruir al hombre del saco hay que mirarle a los ojos y decirle: “No creemos en cuentos”.

Por fin lunes

Me levanto anticipándome al despertador. Una larga ducha caliente. El café de rigor. Hoy mejor dos. Necesito multiplicar por mil todos mis sentidos. Es el día.

El armario a medio abrir, no necesito rebuscar en él. Llevo repasando este detalle todo el fin de semana. La falda negra de raso ajustada sobre los muslos, ligeramente por encima de las rodillas. La camisa blanca, pura, quizás en exceso transparente, que recato con un escueto body de raso blanco, con ligeros tirantes y sin puntillas. Tampoco hay que exagerar. Dejemos paso a la imaginación de cada cuál. Las medias de seda, finas, ligerísimas, pero negras. El negro es elegancia, y el taconazo y el carmín rojo en los labios, la guinda. Eso lo sabe cualquier mujer de verdad.

Me miro al espejo. “Perfecta. Te vas a comer el mundo”.

Monto en el coche. Intento de chute de Lou Reed: Perfect Day. Mi fortaleza empieza a flaquear: demasiado intenso. Necesito algo más normal. Debí rescatar de mis vinilos el Hoy puede ser un gran día de Serrat. ¿Pero quién se acuerda hoy de Serrat? “Vamos nena, ¿qué tienes en la guantera?” En el primer semáforo me abalanzo sobre ella y rebusco entre mis CDs. Nick Cave, Tom Waits, Marianne Faithfull; de mal en peor. Elvis Costello, tampoco.

El claxon insistente a mi alrededor me arranca de mi profunda reflexión. “Cuanta impaciencia, joder”. Intento centrarme en el tráfico, mientras me recrimino por escuchar estas cosas. “Así no vas a ningún lado.” Otro semáforo. Reparo en los CD´s que tengo más a mano, en la puerta del conductor. Los que alegran en los largos viajes solitarios y que canto con alborozo y sin procesar: Soy gitano, A la plazuela que voy a emborracharme… Menos!

Me empieza a engullir el asiento. Más pitidos. Me abstrae de ellos el rugir del motor y ya, resignada, me dejo atrapar por ese soniquete  inesperado que intento apuntalar con una nueva arenga interior: “Vamos, que puedes”.

Llego a mi cita algo antes de la hora acordada. La embriaguez del motor decae y supero la tentación de acurrucarme en el silencio con nuevas palabras de clínica de dos duros: “Tranquila, todo va bien”.

Estoy en uno de esos elevados edificios acristalados en los que te dan una tarjeta de visitante presentando el DNI. Paso el torniquete sin problemas: “Estoy admitida”, siento. Entro en el primer ascensor que se detiene junto a mí. Ya en su interior, observo que no aparece en los números mi planta.

– Perdón, ¿este ascensor dónde me lleva?

– A los pisos pares.

– Ah, pues yo voy al 13. ¿Cómo lo hago?

– Tienes que volver a bajar y esperar un ascensor que te indique que se detiene en esa planta.

– Puff, qué complicado.

– Sí, un verdadero lío. Siempre andamos explicándolo. Pero es bueno, no recuerdo ahora para qué.

Bajo a la planta cero. Espero diez minutos. El reloj aprieta. Pregunto en recepción si hay escaleras para subir hasta el trece. El segurata uniformado detrás del mostrador, que no alcanza a reparar en mi falda y mis piernas, me lanza una mirada de lástima. Otra recriminación traicionera me lleva a dudar hasta de esa ropa, tan acertada apenas media hora antes. Vuelvo a la espera. Tomo un ascensor que me deja en la doce. De ahí total sólo hay un piso. En mi destino improvisado me indican que no hay escaleras para la trece. La premura del tiempo y mi torpeza para comprender este laberinto de pisos y oficinas nuevas me vencen durante un levísimo y hondo instante. El que dura la llegada del siguiente ascensor, que frena las lágrimas en los ojos, pero no el estallido del reloj en la muñeca.

Ya en su interior, y por no reparar en quienes me observan, se me cuela estúpidamente en la cabeza un acertijo de cuando niña: lana sube, lana baja. ¡Afilada!, exploto por dentro, es el adjetivo que añadiría ahora al juego que con tanta inocencia y cariño me proponían los mayores para encontrar el sustantivo. Claro que las palabras y acertijos de la infancia son cosa bien distinta a los caminos y laberintos de la edad adulta.

De nuevo en la cero, espero ya sin esperanzas. El primer ascensor que llega marca mi número. Avanzo dos pasos. Vuelvo a creerme. Aunque por lo que se vé tan artificialmente que se cuela, de nuevo, otra recriminación: “Eres estúpida. ¿Ves como no hay que venirse abajo a la primera de cambio?”.

Estoy en la 13. Me atuso rápido el embalaje y voy directa a la recepcionista.

– Soy fulanita de cual y tenía una entrevista.

– Sí, como todos esos que están en la cola. Espera tu turno, me responde sin mirarme.

La ofensa y la arruga interior me traen nuevos instintos de supervivencia, que me llevan a sacar faltas a los competidores: “Vale, son jóvenes, pero mira qué pintas. Pantalón caído, camiseta y zapatillas. Sobreabundante barba de hipsters. ¡Pero en qué mundo vive esta gente! Ellas mejor. Aunque esa faldita con volantes tan mona con deportivas… Y el pantalón vaquero de verano con medias negras. ¡Que no estás de copas, chata! 

Mi nombre en el altavoz interrumpe la retahíla auto defensiva. Vuelvo a la carga: “Allá voy”. Una carrera en la media recién estrenada me saca del parapeto miserable. Nueva caída traicionera. Y de nuevo la lucha: “Tú como si nada. La línea fatal está en el lado izquierdo y el cruce de piernas lo tienes controlado. Arriba la derecha”. El repiqueteo de mis tacones me acompaña como una marcha triunfal hasta mi destino. Otro nuevo resurgir imperceptible. Supero la puerta. Mi interlocutora es una mujer de mi edad, bajita y rechoncha. Me recibe con una sonrisa afable preparada, pero su mirada me anticipa que me odia, sin mediar palabra. Me asalta sin compasión la presencia de la enana inoportuna, de nuevo, que intento apartar: “No me jodas, ahora no, vete, que esto es importante”, le digo, me digo. Ni el aspaviento de los brazos y manos absurdos me libran de ella. Es una verdadera tocahuevos. Y como todo tocahuevos termina venciendo: “¿Por qué esta falda? ¿Por qué la blusa? ¿Por qué las medias, los taconazos y el rojo carmín? No había otro color”.