Lo había construido sin pretensiones. Siguiendo el impulso del momento y el lugar. La casa sobrevenida de blanco. En mitad de una montaña de un lugar cualquiera de un momento cualquiera. Aunque, sin duda, era invierno. Sólo nieva en invierno. Eso es una realidad irrefutable. Y resulta evidente que no estaban ni en el Caribe ni en Canarias. Allí no nieva. Otra verdad irrefutable. Al menos hasta hoy.
Había dedicado apenas unos minutos a consolidar el soporte. Sin pensar cómo quería que fuese. Un cuerpo rechoncho sin pies para caminar y sin brazos para abrazar. Sin un abrigo que le protegiera del frío lacerante, tan poco apego parecía que tuviera a su criatura. Siguió por la cabeza. Pegada sobre el tronco sin nada que pudiera parecer un cuello. Y todos sabemos que los cuerpos humanos, además de pies y brazos, tienen un hermoso cuello. Un cuello que hace girar la vista cuando algo llama nuestra atención o que nos delata cuando inclinamos la cabeza con una inesperada coquetería ante alguien que nos gusta.
A modo de ojos hizo dos hendiduras casi imperceptibles sin medir si realmente estaban donde debían. A un conocedor de la anatomía humana le resultarían excesivamente altos. Como los que pueda tener un hombre sin frente. La nariz era otra improvisada pelota rechoncha. Aunque nadie podría objetarle nada. Hay tal amalgama de narices humanas que bien podría ser una auténtica. Para la boca, el mismo proceso que con los ojos. Una hendidura sobre la esfera, para dotarla de una sonrisa. Los muñecos, salvo raras excepciones, siempre nos sonríen.
Sí le puso una bufanda. La que ella misma llevaba antes de concluir su trabajo. El paño negro de lana ocultando la falta del cuello le daba un pequeño toque de realismo a la blanca figura rechoncha. O eso le parecía a ella.
Pero en el instante mismo en el que María dio unos pasos atrás para contemplar “su” creación, una violenta sacudida acabó con ella. El muñeco de nieve recién nacido se desparramó sin resistencia al recibir la pedrada.
María se quedó muda. Sin aliento. Apartó de un manotazo la cálida lágrima que empezaba a deslizarse por su mejilla y le espetó indignada a su pareja: “¿Por qué lo has hecho?”
Él le devolvió una de sus tibias e incuestionables respuestas: “Sólo era un muñeco de nieve”.
Ella asintió, aunque su corazón le decía lo contrario. Se dijo a sí misma, eres boba. Y apartó las ganas de golpearle el pecho con los puños por romper el encanto del momento. Apartó su necesidad de exigir su autoría: era “mi” muñeco. Apartó el zarandeo y el grito: ¡No sabes soñar!
Años más tarde volverían juntos a otro lugar sin nombre ni estación. Otra nieve similar. Pero esta vez no hubo espacio para muñecos, ni para la improvisación y dejarse llevar.
Cenaron frente a la chimenea con un buen vino. Después hicieron el amor. O quizás sería mejor decir que follaron. Amor era una palabra que no cabía ya en el corazón de María con él.
Durmieron abrazados. En silencio. Y aparentemente plenos por la felicidad de follar y amar. Al día siguiente ella se fue. Sin planificar ni meditar. Sin una palabra. ¿Cómo explicarle que necesitaba hacer un muñeco de nieve que él no destruyera?