¡Calla, apaga eso!

¿Quién no tiene unos vecinos con los que comparte ventanas con ropa interior entre cuerdas, ladridos de perro -el suyo- y música entre paredes -la mía-?

Entre mis muchos vecinos hay un matrimonio relativamente joven y relativamente atractivo. De esos que entre conversaciones insípidas siempre decimos que “se conservan bien”.

Mis vecinos “atractivos” tienen una hija a la que yo, inconscientemente y por una persona de mi adolescencia a la que apodaron otros -yo entonces no apodaba a nadie-, he convenido en llamar culo pato.

Mi culo pato vecina es rubia, de pelo liso, dientes salidos y una plataforma plana y ancha que sobresale de forma espantosa entre dos piernas flacas. Ni la reciente maternidad sorprendentemente temprana como para hacer abuelos a mis pijos y atractivos vecinos ha cambiado eso.

Sí, los sonidos compartidos. En diecisiete años de ventana contra ventana me han sucedido las riñas a la niña que reclama su derecho a ser niña. Las riñas a la adolescente educada que no estudia lo suficiente. Y ahora el llanto de los gemelos que no sabemos a quién salieron -todavía van sobre cuatro ruedas-. También desconozco si son niños, niñas o niña y niño.

Mis vecinos nunca me han hablado. Y por imitación yo tampoco a ellos. Somos de esos conocidos que se observan tras la mirilla. Más por evitar coincidir en el ascensor y la falta de conversación que por la curiosidad por la vida del otro.

Reflexionando sobre este suceder de su vida he pensado en cómo perciben ellos la mía. Antes un matrimonio sin ruidos. Salvo en la cama. Ahora una vida sin ruidos. Salvo en la cama. Aunque esta cama ahora es más pausada y más diversa. Y en algún milagro más gritona.

Mi casa la mayor parte del tiempo es silenciosa. Escribir no hace ruido, no molesta, no incordia. Las cosas que escribo se quedan en ese mundo privado que es un echarse pa alante sin reservas ante la certeza de que siempre te queda la tecla de borrar. Y hacer como que no te ha sucedido todo eso que te sucede cuando escribes y te lees.

Pero siempre entre tantos ratos de escribir y leer hay un ruido de tripas. Y en ese silencio es imposible ignorarlas. A veces acompaño ese momento de cuidar las tripas con música, mientras cocino. Y si ha entrado la primavera abro las ventanas de par en par y canto.

Aunque tú no lo sepas,

me he inventado tu nombre

me drogué con promesas

y he dormido en los coches

Otra.

De alguna manera tendré que olvidarte

fumo en la ventana

de los días grises

Otra

Lo escribes y lo rompes

no sabes ni por donde empezar

Otra, de otro

Y no me eches de menos

que el recuerdo es un veneno

yo vivo en la soledad con tanta gente que me da miedo

Otra

Sol

tu sexo que me da calor

Otra

estuve cerca del sexo en rutina,

estuve cerca de pecar con Dios,

luego hice el amor por las esquinas

y ahora mi vida es una canción.

Otra

Y añoro la complicidad del coche

buscando aparcamiento como quien buscaba aliento

y todos los semáforos en rojo eran puntos de derroche

Otra

Yo

que vivo en un infierno de

palabras contra la pared

Interrumpe los jirones de poesía un ruido seco de ventanas que se cierran tras un quejido femenino: ¡Calla, apaga eso!

Intuyo que culo pato y su marido se han llevado a los nietos. La comida está lista. Escojo una película para la siesta.

En torno a una vela

Hay una imagen recurrente de mi infancia que me asalta de cuando en cuando: la de mi familia numerosa en torno a una vela cuando se iba la luz.

Mis padres y mis cinco hermanos junto a mí, improvisando el momento con la resignación ante esas cosas de entonces, cuando no había ni la posibilidad de levantar el teléfono y pedir una explicación a la compañía telefónica. Tocaba esperar a que lo resolviesen y podían tardar horas en hacerlo.

A menudo en esa improvisación entraba un tablero de ajedrez. Y frente a él mi hermana pequeña y yo. Las peores partidas para mí. Seis pares de ojos observando tu jugada en lugar de ese fijar la atención sobre el dado caprichoso que era para mí el parchís. Y que, sin embargo, también se tomaban ellos tan en serio. El parchís es un juego de estrategia, decían. Pero también hay una gran dosis de suerte y tres compartiendo la derrota, pensaba y callaba, divertida.

En mi familia me educaron para ganar. Y así es como todos entendían el juego y la vida. Sin luz, esa necesidad de demostrar que puedes vencer a otro era más acuciante para ellos. No para mí. Recuerdo que comprendía la exigencia. Recuerdo que a veces me concentraba en el empeño por dar de mí lo que se esperaba por mi condición de hermana dos años mayor que la otra, pero ni aún así reunía la suficiente ambición para entrar en esa supuesta demostración de inteligencia que no iba conmigo.

No voy a detallar los retos que yo me puse en el camino. Los míos. Y que superé y disfruté al alcanzarlos. Incluso algunos que no pensé y que me saltaron al paso. Los vencí y los compartí, ansiosa. También hubo derrotas. Decepciones que lloraba con esa frustración desmesurada que nos provoca la vida cuando somos jóvenes. Un notable en lugar de ese sobresaliente que era la meta personal. Y que nadie exigía. Al contrario. Todos se sentían orgullosos de esa nota. Menos yo.

Quizás en el fondo soy un producto de esa educación de presiones y asaltos en un ring entre egos desmedidos que puede ser a veces la familia. Y yo, siempre tan exigente, necesitaba un lugar más grande y nuevas personas con las que medirme.

Hoy me he quedado sin conexión a Internet, o eso parece. En realidad no lo he comprobado mucho. Me he resignado a ese disfrute improvisado de un silencio sin extraños que me entretengan al otro lado. Y así he caído en la cuenta de cuanto echo en falta la vela, las personas y el tablero de medirme en un juego inocente.

Aprender a ser pieza y no ‘puzzle’

Hay siempre en la vida un momento en que uno se siente como un trocito de cartón que han apartado en el lugar de esperar. El de las piezas que hay que analizar. Piezas que para quien las separa sólo son parte de un puzzle que se compone por entretenimiento y sin pensar que cada parte que no encaja es diferente. Tanto que la mayoría ni hablan entre ellas.

Con esa idea de la segregación, hay pedazos que sólo viven para escuchar al otro grupo, el grande. Se esmeran tanto en parecerse a esas piezas que terminan por dar el salto, se integran y ya no se vuelve a saber de ellas. Así funciona esa zona de confort de las coincidencias y las mayorías.

Con la misma idea, aunque con más curiosidad, siempre hay un trocito que se detiene a escuchar a su alrededor. Y para su sorpresa se da cuenta de que algunos de los que están con él se sienten la mar de a gusto en ese retiro de piezas. Dicen algunos de ellos que escogieron la diferencia por rebeldía y por destacar. Sí, hay quien piensa que hizo un gran acto de valentía al salir por propia voluntad de la masa, sin ser conscientes de que han terminado cayendo en otro montón de piezas iguales. Ahora se hacen llamar hipsters. Hace años habrían caído en el montón del hippie o quién sabe cuál. Antes de la globalización había más tribus.

El trocito que escucha se siente realmente solo. No es ni del montón grande ni del pequeño. Saltar no le emociona. Y por no tener con quién compartir opinión empieza a mirarse demasiado el ombligo. Es siempre un ombligo que busca cobijo en alguna parte más grande que él mismo. No hay ninguna pieza, por fuerte que sea, que pueda vivir aislada.

Pasado un tiempo empieza a hablar con otro trocito que estaba en su montón desde siempre. Parece que encajan. Ahora se siente menos solo. Tiene menos miedos. Ha encontrado un compañero.

A fuerza de estar con su pieza se siente ya especial. Desde fuera, un observador fino diría que se le ve como esos pedazos de un jarrón roto que se juntan con pegamento cuando el daño no es muy grande. Un artículo de decoración sólido a la vista, aunque con muchas grietas por dentro. Pero a quién le importan las grietas de un pedacito de puzzle que ni siquiera encajaba con el resto. A estas alturas tampoco a él.

Ahora se sabe parte de algo. Y se siente feliz. No le pidas que repare en las renuncias que hace y hará por conservar ese algo. No le digas que tampoco la piedad dura, como bien nos demostró el protagonista de La impaciencia del corazón, de Stefan Sweig -ni cuando es una piedad aplicada a uno mismo, como es el caso-. No le hables de las piezas que todavía no ha encontrado y son como ella. No le pidas más paciencia. No le digas, no le hables… No ahora.

El amor no tiene trajes

Mi madre nunca estuvo a dieta. Era una flaca indeseable para su época. Ninguna de sus hijas cabíamos en su traje de bodas. Un modelo de falda y chaqueta azul marino. Sencillo. Serio. Breve.

Lo recuerdo conservado en plástico, entre la maraña de ropa que ella guardaba en su armario y de la que yo sólo fui consciente cuando empezaron sus achaques y tenía que rebuscar en sus cosas para vestirla.

Nunca nos inculcó la importancia de ese momento que han retratado tantas veces en las películas románticas. Vestirse de blanco, como ejemplificación de la pureza del matrimonio y de un momento que marca una vida feliz. Quizás porque ella se vistió de azul y jamás buscó la exaltación de nada.

Se casó con un hombre estilo Clark Gable, duro por fuera, sensible por dentro. Un hombre que para mí, cuando niña, y como hija, y resumiéndolo en alguna conversación de hermanos, ha sido un estereotipo de padre que no abraza, que sólo riñe y que exige una perfección que, aún siendo niña, ya alcanzaba a comprender que no estaba en él.

No sé si mi madre tenía mil pretendientes cuando a sus 21 años dijo sí quiero. Jamás habló de eso. Sí de las andanzas de mi padre en los huertos. Siete años mayor que ella.

Si tengo que ser sincera, me cuesta imaginar a mi madre como una Scarlett O´Hara escogiendo marido, dejándose querer y adular. Y no por falta de belleza.

Sí la veo apasionada. Nos contaba a escondidas de mi padre las paradas en los viajes en medio del campo, la manta dispuesta siempre, para ese momento.

Recuerdo las risas en esas conversaciones. Su sinceridad, sin importar si éramos madre e hija.

Fue mi madre la que verbalizó ese amor entre ellos, que yo jamás vi en público. Ni una caricia, ni un beso, ni un te quiero. Nunca.

Mi padre lo dijo todo en silencio. O yo aprendí a escucharle así. Observando el no comer cuando ella estaba ingresada. Su falta de brillo en la mirada cuando se fue. Su necesidad de recordar cómo se conocieron y los comienzos tan duros, que jamás me habían contado ninguno de los dos.

Mi padre murió a los cinco meses de irse ella. Sin explicar nada. O explicándolo todo.

Cuidado, viene un ego

Sí, mucho, mucho cuidadito porque vendrá disfrazado de muy buenas maneras. Se mostrará absolutamente encantador desde el principio. Te colmará de más atenciones de las que pides y necesitas. Se lo dirás, tampoco es necesario que… pero insistirá. Te adula, para que le adules. Sabe que así siempre gana su primera partida.

Luego empezará con las pequeñas críticas y te sentirás en la obligación de escucharle y agradarle por corresponder a esas atenciones que no pediste. Siente que sigues entrando en su juego. Se crece.

Cuando intentes expresar lo que quieres, sientes, piensas, sin la ayudita de él, te atacará. Qué ingrata y torpe eres. ¡Si yo soy un chollo para cualquiera! Se empieza a encoger y golpea más fuerte.

Si eres un poco inteligente, a estas alturas te saltarán mil alarmas por dentro. Bueno, si eres inteligente, te saltaron desde el principio, pero los halagos se inventaron para los corazoncitos. Y en ese rincón de tu persona poco tiene que hacer la inteligencia.

Con el tiempo llegarán los bostezos. Te empiezas a sentir como cuando en el cole te obligaban a leer las proezas de El cantar de mio Cid y tú te ríes demasiado con los personajes infames del Philip Roth de El teatro de Sabbah.

Y así, sin resistencia, se marchará el ego. A la busca de un lugar más seguro donde reafirmar su exquisita persona.

Las imágenes son para adorarlas

Un comienzo de los que marcan. De esos en los que hay risas en las miradas y mil expectativas en el aire. En los que al trapicheo de gustos compartidos les sucede en la cabeza un ¡Te encontré! Así tan alegremente retratamos a veces al otro sin dejarle ni pestañear. ¿Quién es él para opinar?

En el coincidir de desayunos, comidas, cenas y camas la imagen empieza a temblar. Y el otro se empeña en hacerse más evidente. Y por centrarnos en la foto fija que nos hicimos de él sin pedirle cuentas vamos perdiendo la capacidad de apreciar a la persona a la que, para colmo, pedimos mil explicaciones. Y con tanta confusión de personalidades entre la que tú quisiste que fuese, la que realmente es, la que tú eres y la que él pensó de ti y no se cumplió lo mandamos todo al carajo. Tan alegremente como nos aceptamos al principio.

Con el tiempo uno de los dos (o quizás los dos) miran las fotos de los momentos compartidos. Y empiezan a ver a la persona. Como quien escribe es mujer y no sabe qué le pasa a los hombres por la cabeza (y mucho menos a las imágenes que nos hacemos de ellos) pongo aquí lo que piensa ella: me gusta casi todo de él, pero es que esto… Es tan, tan guapo en todo menos… Y además en esto me recuerda a… y yo dije que nunca más alguien así.

En la sucesión de los días y los meses ya es todo echar de menos, mirarle en ese chivato que es la carpeta de momentos felices del móvil, pensarle, como persona, y querer estar ahí de nuevo. Escuchándole sin interferencias. Y quitando hierro a lo que hacía temblar la imagen perfecta. Pero ya no está.

Quizás comprendió que no puede estar a la altura de ese ideal que me hice de su persona. Quizás él también llora una imagen que no se le cumplió. O quizás es que ahora sí es consciente de que nos hemos convertido en imagen, en esa única foto fija que nunca nos contradice que es la de los buenos recuerdos. ¡Y da tanta pena estropearla!

Por el puto diez por ciento

Un domingo cualquiera, una mujer cualquiera con cualquier hombre.

Se encuentran por cualquier circunstancia en un momento en el que hay cero por ciento de palabras dichas, pero si ha surgido una historia como para escribirla es porque se han despertado mil sensaciones y mil expectativas.

De repente y sin saber por qué se impone una necesidad de agradar y de ir sumando porcentajes, así tan alegremente y a ciegas se sellan los primeros momentos de cualquier relación de esas que abrazamos y confundimos con el amor. Sólo porque hemos sentido un “quiero más de ti”.

Un quiero más de ti que es un conocerse, respetarse y aceptarse en los desencuentros. Como aceptamos a los buenos amigos. Pero en el amor esa aceptación es un quiero más encuentros con coincidencias. Y así no funciona la cosa.

Por esa necesidad de coincidencias uno pide y el otro cede. Total un diez por ciento, piensa quien exige. Total, por un diez por ciento, se dice, quien cede.

Y sin saber cómo, ese diez por ciento suma un veinte, un treinta, un cuarenta, un cincuenta, un sesenta, un setenta, un ochenta y un noventa. Y llegados aquí todo estalla. No se sabe bien por qué, pero el cediente dice basta.

El que pide no lo entiende. Si todo había sido tan fácil hasta aquí. El que cedió siente que por qué ahora ya no. Y se fustiga. Y se culpa. No lleva la cuenta.

Sólo tiene una frase en su cabeza: ¿Yo te gusto?

Hasta ahora sí, -dice el exigente-.

Tú siempre me has gustado -dice el cediente-. Sabía que había solo un puto diez por ciento de cosas en común. Y tenía ganas de aprenderlas -dicho esto se sienta en el camino a reflexionar cómo llegó allí. Sólo alcanza a ver al exigente marchándose aprisa. Hasta que se difumina su figura y ya todo es camino-.

Ese extraño que vino para quedarse

Siempre tuve una relación conflictiva con Javier, el marido de mi madre. El hombre que vino a enturbiar la única convivencia que yo había conocido hasta entonces. La de la exclusividad de dos mujeres solas.

(La llegada de Javier)

Javier nunca fue un padre para mí. Ni él lo pretendió ni yo le di oportunidad. En cuanto a las intenciones de mi madre cuando lo dejó formar parte de nuestra vida quién sabe. Jamás he hablado con ella de ese tema.

Desde que entró por esa puerta sagrada que había separado mi privado mundo infantil del resto, le odié con todas mis fuerzas. Y me dediqué a hacerle la vida imposible. Sin reparar en que mi propósito podía llevarse por delante el amor de mi madre hacia mí. Que yo había creído incondicional hasta entonces.

En esa causa que hice mía con apenas ocho años nunca pensé en mi madre. O quizás lo hacía todo el tiempo. En los momentos que me negaba por estar con él. En la complicidad de sus miradas cuando yo tenía otra rabieta. En las conversaciones nocturnas que llegaban como un susurro a través de los muros de la casa hasta mi cuarto. Pero, sobre todo, en la puerta cerrada de su habitación, ahora.

Fuera de la casa, la vida era diferente. Mi madre seguía llevándome al colegio y en el trayecto en el coche ella se interesaba exclusivamente por mis cosas: “Te he puesto en la mochila un bocadillo de Nocilla, que tanto te gusta”. “¿Sabes que estás destacando mucho en las clases de ballet y que la profesora tiene muchas expectativas contigo?”

Cómo disfrutaba esos pequeños triunfos que con tanto empeño me ganaba. Debo reconocer que, tras la llegada de Javier, me esforcé más en las clases de ballet, que yo no escogí, y que tanto odiaba, porque no soportaba esa competición entre las alumnas por destacar.

Esos eran los mejores momentos fuera de la casa. Lejos del abrigo de la mirada escrutadora de quienes yo sentía que podían influir en mi causa, todo se reproducía exactamente igual que entre esas cuatro paredes que ya no eran hogar.

Recuerdo un día que nos fuimos de viaje a París. Yo enfurruñada ante la exultante felicidad de ellos y resuelta a poner a prueba el amor de mi madre.

Cómo lo hice es otra historia. El resultado es que me vi de vuelta a España como un paquete cualquiera que debía recoger mi querida abuela materna.

(El anuncio de los gemelos)

Entre estos tira y afloja en los que se había convertido mi vida, otro suceso inesperado lo trastocó todo. Mi madre, esa joven viuda que para mí sólo era madre, llevaba en su vientre dos hijos nuevos. Los hijos de Javier.

Ahora no recuerdo bien cómo me tomé el anuncio de esas dos personas nuevas en mi vida. Sí la tensión de mi madre, al verbalizarlo.

(Mis hermanos)

Los hijos de Javier y de mi madre fueron mis hermanos desde el primer día que les vi. Yo no recordaba a mi padre y que él no formase parte de eso era lo de menos. Lo de más, era que la vida me traía nuevos aliados.

Los extraños éramos los otros

Te había visto ya antes. Estoy segura. Porque tu físico no es algo que se olvide fácilmente. Pero no te presté tanta atención como el otro día, en Malasaña.

Me fijé primero en tus piernas. Piernas y culo de mujer, que tan bien marcaban tus leggins. De espaldas, una mujer con cuerpazo.

Estabas delante de mí. A la espera del concierto. Yo sentada en el suelo, con una amiga. Y tú de pie. Por eso podía apreciar tan bien tu culo y tus piernas.

Mi amiga y yo hablamos con alguien que parecía que iba contigo. Acariciamos a su perra, tan hermosa. Una perra grande, de pelo negro y brillante. Una perra mimada.

Los dos teníais un aspecto raro. Por eso nos fijamos (sí mi amiga también) en vosotros. De los tres, si es que érais tres, y no tú sola, la más “normal” era la perra.

Sin remedio pensé que ser alguien como tú era una gran putada en la vida. Tan andrógina. Tan rara. Tan diferente. Y que estabas condenada a la soledad.

Cuando empezó el concierto, mi amiga me dijo: mira, está cantando el dueño de la perra. Mira cómo le mira, tan atenta. Qué bonita. Qué lista.

De repente tu extraño acompañante era el protagonista de la fiesta. De las fiestas de Malasaña. Mientras tú cuidabas a su perra. “Sí, parece que son pareja. Dos soledades que se juntan”, me dije. Pensé.

Tu acompañante volvió a tu lado al acabar su canción. Sólo era un artista invitado por el grupo. Pero artista al fin y al cabo. Cantaba bien.

Con la música me distraje ya de ti, de vosotros, y me dejé llevar por la buena onda del espacio compartido en la plaza. Hasta que de repente el grupo dijo que iba a cantar una canción dedicada a la amistad. Y que si teníamos un amigo, de verdad, cerca, lo abrazásemos.

De las filas de atrás se lanzó impulsiva una chica guapa, divertida y alegre. Y os acaparó en un efusivo abrazo a tu indeterminada pareja y a ti. Y cantasteis los tres juntos, locamente, celebrando la amistad.

No, no estabas tan sola ni eras tan extraña. Supongo que quienes te conocen ni se plantean ya si eres hombre o mujer. Simplemente eres persona y tu nombre, el que hayas escogido, elimina la duda.

Quizás los extraños somos los otros. Los que no hemos tenido que elegir quiénes somos y qué queremos de verdad. Y seguimos esforzándonos por encajar en este puzzle que es la sociedad y en el que, en realidad, todos somos piezas sueltas. Y sólo encajamos por casualidad. 

De bruces con la muerte

Nunca una mujer se arregla pensando que va a morir. Tampoco lo hizo Marta aquella noche. Como tantas otras de fiesta con amigas al momento de salir le precedió ese ritual de faldas, camisetas y carmín compartidos que es siempre el preámbulo de una noche sin límites. Otra feliz búsqueda de la vida en el ocaso del día.

Cinco horas antes de la muerte, en la vida de Marta todo eran risas tontas, como lo es cualquier risa sin motivos. De esas que te sacuden el cuerpo de arriba abajo y que no se explican ni justifican más que por la alegría contagiosa del propio reír. Una explosión de vida que aprieta el estómago hasta dolernos físicamente -qué desencuentros pueden llegar a tener el cuerpo humano y el cerebro- cuando nos sentimos en extremo felices, de tan libres.

Que Marta y sus amigas se viesen tan felizmente libres en ese momento lo justifican el lugar -un destino de vacaciones-, el buen rollito de la amistad sin exigencias y, en el caso de Marta, el saberse lejos de un amor que le había agriado los últimos meses de su vida. Y que estaba dispuesta a sepultar al menos por unas horas. No pedía más. Y curiosamente puesto el propósito la vida puso todo lo demás.

Marta secundaba con alegría la jocosa comedia de las chicas antes de salir a matar y se recreaba mirándose de soslayo en el espejo con la mini de Eva, la camiseta transparente de Ana y el eco del “estás preciosa” de todas al unísono. Con ese acompañamiento de palabras sinceras apretó el repiqueteo de los tacones sobre el suelo en esa pequeña distancia que separaba la habitación de vestirse juntas al salón, dispuesta a transformarlo todo en instantes de diversión. Y no pensar.

Antes de salir todas convinieron en tomarse un chupito de vodka. Más por apurar el momento de ellas a solas cantando algo que, seguro, no iban a poner en ningún lugar de ese país extranjero y que expresaba a las mil maravillas el estado de ánimo colectivo (el Sarandonga) que por el chupito en sí.

Al vodka en la garganta le precedió el brindis que habían hecho suyo: “Por la vida”.

– «Hay que mirarse a los ojos y apoyar el vaso, chicas». Dijo una de ellas. Y el resto le siguieron con obediencia pagana.

Al primer chupito le sucedió un segundo.

– «Siempre la penúltima nenas», dijo otra. Y todas estallaron en risas flojas con el vaso impaciente en el centro de la mesa exigiendo más relleno de la inmediata felicidad que es a veces el alcohol.

– “Por la vida”, repitieron al unísono con la alegría desbordada. Y enseguida más rojo carmín compartido, selfie con morritos, un “espera que la subo a Facebook” y carreras por salir a descubrir otra noche, en ese nuevo lugar.

Marta tomó la voz cantante. Se había empeñado en ir a un local donde pinchaban unos chicos que conocieron dos días antes por casualidad. Y que les hicieron bailar hasta las mil. Estaban de vacaciones. Tenían muchos planes para descubrir la ciudad, pero se dejaban llevar por el momento. Así funcionaban, funcionan, todas ellas.

Llegaron al Seventy a las doce de la noche. Con la expectativa de repetir los bailes y la buena onda repentina de esa primera vez en la ciudad. Antes se habían detenido a tomar alguna cerveza con un rápido picoteo y ya todo era exaltación de la vida, de la amistad, unos breves «a la mierda los hombres» y un exceso de “qué bonica esta ciudad. Yo me quiero quedar a vivir aquí”.

La noche en el Seventy empezó bailando a todo tren. Con cumbia, algo de funky y todas a voz en grito: “Viva Portugal”. Entre las cervezas compartidas, las risas, el baile, el «ese me gusta» de una de ellas, de repente una bronca ajena. Un grupo de morenos a un lado y de otros menos morenos a otro. Los más oscuros diciendo: “Que vosotros también sois racistas”. Y al instante el cuello de la botella roto, como arma defensiva a los dos lados.

Ruidos secos de golpes entre la música y la buena onda de ellas. Y Marta en medio.

– No, no os peleis, decía Marta, gritaba, exigía.

Pero nadie escucha nunca en ese estado de éxtasis que puede llegar a ser el odio. Ese odio que surge así, sin mediar palabra, porque lleva años fraguándose en silencio. Un odio profundo que es rabia contra el mundo, contra la injusticia que uno vive a diario, contra las miradas de soslayo y la desconfianza por tu color de piel. Un odio sin nombres ni rostros concretos, que se hace firme ante cualquiera que te vuelva a mirar con recelo.

Los cristales rotos no alcanzaron a Marta. No llegó a ponerse en medio. Tal era el rechazo a la violencia y su apego a la vida. Pero la visión de ver caer a uno de ellos delante, metro ochenta de bailar con la vida unos minutos antes, la rompió por dentro. Nunca hasta entonces se había encontrado así de bruces con la muerte.

Ese descubrir que todo puede cambiar en un instante le hizo sentir culpable. Por haberse querido morir tan caprichosamente por pequeños contratiempos de la vida. Algo de Marta murió por dentro ese día. Pero también sintió que esa noche había engañado a la muerte. Y comprendió que la muerte acecha siempre, satisfecha, cuando no aprecias la vida.